Literatura

Nueva York

El beso y el eructo

La Razón
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Quienes me conocen saben de mi fascinación por Nueva York, la ciudad en la que un día decidí situar imaginariamente el «Savoy», ese literario local nocturno que nació en el extinto «Diario 16» y ha permanecido abierto durante once años en distintas etapas en Onda Cero y en las páginas de LA RAZÓN. ¿Y cuál es la Nueva York que me gusta? ¿La de los delirantes matones italoamericanos del cine de Scorsese?¿Acaso la Nueva York culta y entrañable de Woody Allen, en la que a uno le parece que incluso sus perros les leen el periódico a los ciegos? ¿O la ciudad sibarita, vanidosa y algo banal de los textos de Truman Capote? ¿La elegante Manhatan del Midtown? ¿El Bronx turbio y marrullero, al mismo tiempo étnico y familiar? ¿Y qué me dices de Staten Island, ese barrio distante y cada vez más selecto, unido al resto de la urbe por la vertiginosa clavícula del puente de Verrazano, al sur de la bahía? Podría elegir si conociese la ciudad, pero lo cierto es que jamás estuve en Nueva York, en la que me muevo imaginariamente con cierta soltura gracias a haberme familiarizado con el plano de sus calles, con las imágenes del cine, con los relatos literarios… y gracias también a que la desgracia de no haber visitado jamás la ciudad me ha servido para tener la suerte suplementaria de no conocer un solo motivo por el que renegar de ella. Es lo mismo que me ocurre con las personas, a las que por lo general procuro conocer sin entrar en muchos detalles, de modo que siempre quede algo por averiguar. El conocimiento prolijo de algo a menudo sólo sirve para destruir prematuramente su encanto, como ocurre con las estrellas del cine cuando el exceso de publicidad sobre sus vidas merma el interés del público hasta que se resiente su expectación y caen finalmente en el olvido. El escritor D. J. Salinger centró durante buena parte de su vida la atención informativa gracias precisamente al celo extremo con el que mantuvo su reclusión domiciliaria lejos del escrutinio de la Prensa. La generosidad publicitaria con la que algunos personajes se dan a conocer es sin duda el motivo por el que de inmediato decrece su prestigio. Yo he sentido siempre la tentación de conocer la ropa interior de Rita Hayworth, pero sé que ese entusiasmo por su intimidad se esfumaría si en un inesperado e imprudente derroche de generosidad ella me permitiese conocer también su colonoscopia. Me lo dijo bien claro una fulana de madrugada en un garito: «Hay que saber medir el tiempo de los placeres, cielo. A fin de cuentas, en la excesiva prolongación del placer del beso corre uno el riesgo de encontrarse con el asco del eructo».