Ciudad del Cabo
Tras los tacones de Naomi
Los perezosos jueces de la Haya, y también la industria del glamour, habrían soñado con un cruce de piernas y con un misterio que se descubre en «slow motion», a lo «Instinto básico». El juicio, según lo que marcan los manuales de periodismo veraniego, iba a servir para rellenar huecos de papel rosa, con la última hembra vagamente fatal de finales del siglo XX sobreviviendo a las implacables glaciaciones de las patas de gallo y la piel de naranja. Un capítulo renovado de las incestuosas relaciones entre el poder y la belleza. La belleza de marca, de divisa, se entiende. Pero, en un ejercicio de geografía de EGB, ha habido que aprender a situar Sierra Leona en el globo terráqueo cuando al subir al estrado, a Naomi Campbell, además de los pecados capitales y los diamantes abonados por el coqueteo furtivo con el dictador de Liberia, se le colaron de polizontes los niños soldados, el expolio de África y la ingravidez de las matanzas. Y todo este descrédito de la condición humana (de las instancias internacionales y «bla, bla,bla»), que rebasa una insignificante pulsión femenina por unas piedras, ha tomado los periódicos, las televisiones, las radios y algunas conversaciones de porches en las noches de agosto. La modelo, cuya única obra empieza y acaba en el hechizo de su cuerpo, es apenas una anécdota en la moraleja de esta historia.En aquella cena benéfica de Ciudad del Cabo, con estrellas a sueldo de las causas perdidas (la señora Mandela, Quincy Jones y Mia Farrow, quien luce estos días tanto botox como reconversión espiritual, ella que naufragó adolescente en los brazos de Sinatra cuando Frank era Mack The Knife) no habría sido necesario jugar una partida de Cluedo para descubrir al asesino: todos comieron a su lado y le cumplimentaron cortésmente. Ella, Naomi, flirteó interesada y la opinión pública, que ahora iba siguiendo las miguitas de sangre para cebarse con su moral distraída de «cuarentona-niña-top», se ha cegado con la exposición pública de la biografía policial de Charles Taylor, el tirano que juega al tenis y ganó unas elecciones con el eslogan «Mataste a mi padre y a mi madre. Te votaré». Toda esta ignominia venía oculta en el moño, en los tacones y en la bolera beige de Campbell, cuya fama devastadora ha servido para alumbrar cómo funcionan algunas partes del sórdido espectáculo mediático-judicial. Digamos que la Corte Penal Internacional celebra gratamente ocho años de funcionamiento sin haber destacado en sus condenas por genocidio y crímenes contra la humanidad. Su uso terapéutico, como lexatín de conciencias, es inversamente proporcional a las necesidades de un mundo en el que los derechos humanos son un producto de rifa: tocan según el lugar donde se nazca. Y, por decir algo contra nosotros mismos, muy válido el criterio periodístico que se ve obligado a explicar qué ocurrió en Sierra Leona y en Liberia «sólo» cuando una supermodelo confirma que su corazón ni se alquila ni se vende. Ni siquiera por dos, ¿o eran tres?, diamantes.
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