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Primaveras árabes

La Razón
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Después de unos meses de revueltas árabes, y en particular a raíz del asalto a la embajada de Israel en El Cairo, cunden dos clases de reflexiones. Las de los desengañados por una parte, es decir, aquellos que de buena fe creyeron en una primavera árabe al estilo de los cambios producidos en los antiguos países del Este europeo. Y por otra las de los pesimistas, los que nunca se dejaron engañar y nos avisaron de que todo esto iba a desembocar en una situación aún peor. Los dos puntos de vista son interesantes, claro está, porque muchas veces proceden de personas que conocen bien un asunto del que hasta hace poco creíamos poder desentendernos.
Es posible, sin embargo, intentar establecer un marco de reflexión un poco diferente, que nos lleve a graduar con prudencia nuestra actuación ante este fenómeno. Un primer punto consiste, evidentemente, en dar por irrenunciables los derechos humanos, que son de por sí universales. Occidente –en su acepción actual, es decir, los países en los que rigen democracias liberales– no siempre los ha promovido, al revés. Nuestros aliados en los países musulmanes se han llamado hasta hace escasos meses Mubarak, Gadafi o Assad… Habría que instaurar una política que no vuelva a perder de vista ese principio clave.
También habría que tener en cuenta que las revueltas en los países musulmanes no reflejan, como ocurrió en Europa hace veinte años, el agotamiento de un modelo social y político. Lo que se ha puesto en marcha viene de muy lejos, reivindica y pone en juego toda una cultura o una civilización, y ha abierto un proceso de gran complejidad, que durará decenas de años. Nuestros gobiernos habrán de seguir apoyando la libertad de información, como está haciendo Estados Unidos con internet, la libertad de religión, el respeto a los derechos de las mujeres… En cambio, pedir que se instaure de buenas a primeras una democracia liberal es soñar despierto.
Como es bien sabido, la religión juega en estos movimientos un papel central. Después de décadas de regímenes modernizadores –tan laicos como corruptos, ineficaces y brutales–, nadie debería extrañarse de esto. El derecho a la libertad religiosa es irrenunciable, pero no lo es el modelo de Estado laico. Nosotros mismos tenemos modelos de Estados no laicos en los que existe libertad religiosa. Aunque no sean situaciones comparables, ¿tenemos que negar a los demás lo que nosotros mismos practicamos?
Finalmente, sería conveniente tener en cuenta la inmensa variedad de situaciones que existe en los países musulmanes. El universo islámico está sometido a tensiones difíciles de imaginar para muchos de nosotros, que van desde la crisis –pero no el fin– del terrorismo islamista, hasta las contradicciones entre la vida cotidiana y la moral deducida de los preceptos religiosos, y la colisión entre la sharia y el desarrollo económico. No deberíamos empeñarnos en formular un problema tan serio, uno de los más graves de nuestro tiempo, de tal forma que haga imposible cualquier vía de solución.