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Historia

Toledo

Un maníaco contra la providencia por César VIDAL

Felipe II fue un rey canonizable para unos; demonio para otros. Una excelente biografía de Geoffrey Parker lo analiza

La nueva biografía de Felipe II refleja perfectamente la compleja personalidad del hijo de Carlos V larazon

L a figura de Felipe II está vinculada históricamente a grandes victorias como Lepanto y San Quintín y a grandes fracasos como la Armada invencible, la guerra de los tres Enriques o la sangría de Flandes. Su reinado constituyó también un paradigma de pésima gestión económica hasta el punto de que el oro de las Indias no impidió que España sufriera el récord de cuatro bancarrotas. Geoffrey Parker, uno de los especialistas más prestigiosos en historia moderna, ha escrito una obra magna (editada por Planeta) sobre el hijo de Carlos V, no sólo analizando su reinado de manera exhaustiva sino adentrándose en los recovecos de su psique y, de manera muy especial, en la forma en que la suerte huyó de él.

Aunque los españoles se sintieron en general identificados con la Iglesia católica y los decretos de Trento, la mayoría de los contemporáneos de Felipe II no tardaron en inquietarse por su empeño en convertir a España en la espada de la Contrarreforma. Razones no le faltaban. No se trataba sólo de que el Papa Clemente VII –un personaje entregado a los amantes de ambos sexos– odiara a España y no dudara en aliarse con Francia para expulsar a los Tercios de Italia, sino que, poco a poco, llegaron a la conclusión de que una cierta tolerancia hacia los protestantes flamencos podía apagar la revuelta y mantener las picas españolas en Flandes.

Los consejos razonables se estrellaron, sin embargo, contra un monarca que reunía, como muestra Parker, todos los síntomas del maníaco obsesivo. Su manía por la limpieza, su coleccionismo exacerbado de las más peregrinas reliquias, su carencia de humor, su incapacidad para delegar, su obsesión por los detalles son sólo algunos de los aspectos más que documentados que abogan a favor de esa tesis.

Con todo, quizá no fue esa circunstancia la que más contribuyó al fracaso de las múltiples empresas de Felipe II. Más bien, da la sensación de que el monarca chocó una y otra vez con un destino adverso. Los ejemplos son numerosísimos. Si María Tudor hubiera vivido tanto como su padre o su hermana, Inglaterra habría seguido siendo católica. Si Isabel Tudor hubiera fallecido antes, la hubiera sucedido María Estuardo e Inglaterra habría seguido sometida a la Santa Sede. Si la propia estrategia de invasión de Felipe II hubiera sido mejor, Inglaterra no habría permanecido en el campo de la Reforma protestante. Si Felipe II hubiera otorgado un perdón general en Flandes en 1567 quizá la rebelión no hubiera estallado. Si don Fadrique de Toledo hubiera aceptado los términos ofrecidos por Haarlem a finales de 1572, en lugar de insistir en la rendición incondicional, también se hubiera podido sofocar la revuelta flamenca, como llegó a ver el mismo Guillermo de Orange.

Sin embargo, Felipe II cometió una equivocación tras otra como si lo impulsara una providencia partidaria de los protestantes. Y no es que los españoles –o los recursos de que disponían– no estuvieran a la altura. Todo lo contrario. Fue Felipe II el que, con su fanatismo, provocó grandes daños a España. A decir verdad, a la muerte del iluminado rey, la nación había entrado en una decadencia de la que ya no podría emerger.