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Adiós Polo Norte por Ramón TAMAMES
En los últimos ocho años, las observaciones sobre lo que está sucediendo en el Océano Ártico se han convertido en una especie de novela de terror por entregas. La superficie marina congelada a finales de verano se halla en fuerte contracción, con un mínimo en 2007 (4,3 millones de kilómetros cuadrados), confirmado y aumentado en 2011; pues resulta que el volumen de hielo disminuye, porque el calentamiento global en la zona polar multiplica por siete la media observada en el conjunto de la Tierra. Así las cosas, está perdiéndose, sobre todo, el hielo viejo, quedando el nuevo de carácter simplemente anual, de fragilidad mucho mayor.
A todo lo anterior, se une la circunstancia de que en el amplio espacio comprendido en el Círculo Polar Ártico efectivo (no un simple paralelo con sus 360 grados, sino el territorio acotado como el más frío del hemisferio norte), el calentamiento global está incidiendo en el permafrost; esto es, el suelo permanentemente congelado. Lo que repercute en una aceleración térmica al alza, ya que en la superficie desnuda de hielo en los largos estíos –de más de veinte horas de sol diarias–, la radiación solar resulta mucho más intensa. Con el riesgo presumible de que la enorme cantidad de gas metano acumulado en esas tundras, al liberarse, podría entrar en una combustión de muy difícil extinción.
Como decía Heráclito, todo cambia de forma permanente, y así sucede que los espesos hielos de antaño del Ártico se transforman hogaño en mares abiertos. En sólo unas pocas generaciones, seguramente nos quedaremos sin el Polo Norte de nuestras nociones de infancia; con los inuits, sus iglúes y sus trineos arrastrados por perros. Un escenario ya cambiado por motos de nieve y casas de madera.
Y aunque Julio Verne no recuerdo que escribiera sobre el Polo Norte,
sí que lo hizo sobre la Antártida: en «La Esfinge de los Hielos»; un mundo, en el meridión, que igualmente está sufriendo los rigores
del cambio climático.
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