Nueva York
El día que Nueva York dejó de latir
María Juárez, de 40 años, echó un vistazo al reloj a las once y media pasadas de ayer. «Había quedado con dos clientas para arreglarlas el pelo. Y como no sabía si iban a acercarse o no, he tenido que venir a la peluquería. Pero nadie ha entrado. He llegado a las diez y, si en media hora no vienen, creo que me marcharé a casa», indicó la mujer, que no estaba asustada. «Hay mucha información, y estoy tomando las medidas necesarias. Pero nada más», reconoció. La ciudad tenía una calma extraña. Se veían pocos automóviles y los dueños de los establecimientos abiertos los habían protegido con tablones. Todavía mucha gente trabajó ayer desde casa. El taxista Peter Franklin describió la escena de tranquilidad atípica a la cadena británica BBC como «si fuese una película de ciencia ficción». A pocos metros de su peluquería, Ali Basir, de 33 años, se tomaba un café en la tienda de ultramarinos de su amigo. El libanés explicó que «estoy contento porque no tengo que ir a trabajar. No hay metro. Mi jefe me ha dicho que me quede en casa toda la semana», adelantó. «Con ‘Irene' [el huracán anterior], no ocurrió nada», explicó casi decepcionado porque «Sandy» no se hubiese dejado sentir ayer por la mañana. «Esto es bueno para los supermercados, que venden mucho», indicó del establecimiento de al lado, donde los trabajadores no tenían tiempo para descansar. Durante el fin de semana y ayer, repusieron una y otra vez pan, botellas de agua, comida enlatada y pilas. Como si hubiese escuchado a Ali Basir, el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, no se cansó ayer de pedir a los neoyorquinos que no subestimasen el huracán. «Por favor, que todo el mundo se vaya a su casa», instó el político.
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