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Los sábados de Lomana: la maravillosa mente de la gran Verónica Forqué
Estos días se ha sacado mucho a relucir «MasterChef». Eso no ha sido, ni más ni menos, que la punta del iceberg de un cúmulo de problemas
No hay mayor enemigo, ni mejor amigo, que nuestra mente. Estamos conmocionados con la muerte de Verónica Forqué, un ser absolutamente naíf y surrealista que solo podía producir ternura. Al menos, a mí me daban ganas de achucharla y quererla, pero todos sabíamos que su cabeza últimamente viajaba por otros mundos que, aparentemente, la hacían feliz. Parecía que pasaba de todo, a pesar de sus depresiones, cambios de ánimo e intentos de suicidio que ella contaba con una enorme naturalidad. Recuerdo su última entrevista en «Sábado Deluxe». Era un personaje sacado de una novela de Dickens, por su forma de vestir y su actitud. Había algo que enseguida percibí: a pesar de sus respuestas divertidas y absurdas, tenía una profunda tristeza, un enorme vacío en lo que fueron sus preciosos ojos azules, que siempre miraban asombrados, abiertos, sorprendidos, en los múltiples personajes que interpretó magistralmente.
Estos días se ha sacado mucho a relucir «MasterChef». Eso no ha sido, ni más ni menos, que la punta del iceberg de un cúmulo de problemas. Pienso que ya es hora de que las productoras se planteen que, para un concurso tan agotador y estresante como ese, y otros muchos, no se puede contratar a personas que no tengan fortaleza mental y equilibrio. No solo hay que luchar con todo el agotamiento, y a veces humillaciones, diciéndote lo pésimo que eres como persona o cocinero; también con lo sucio que puedes dejar tu hábitat de cocina, gritos, prisas, etc., lo cual, a una persona que tiene seguridad y sabe relativizar, puede aguantar sin que le afecte demasiado, pero hay otras, como el caso de Verónica, a las que les resulta insoportable, creándoles un agotamiento y frustración difícil de soportar. La cara de dolor y agotamiento que se acumulaba en ella día tras día era evidente, pedía por piedad que la dejasen irse, y se fue. Si a esto le añadimos las redes sociales, con sus fieras odiadoras dispuestas a agredir verbalmente y sin piedad a los participantes de realities, el resultado puede ser devastador. Verónica estaba en su mundo, profundamente sola. Se quejaba de que muchos amigos la habían abandonado. Especialmente le dolía Almodóvar. Según decía, la evitaba y miraba hacia otro lado cuando coincidían. Ella le dio momentos de gloria en esa maravillosa «Kika» o en «Qué he hecho yo para merecer esto». Almodóvar piensa que él ha dado la gloria a sus actores, pero yo más bien creo que son las maravillosas interpretaciones de ellos los que le han dado la gloria a él.
También se lamentaba Verónica de todos los seres queridos y amigos que se habían ido, entre ellos su hermano, al que recordaba de forma muy graciosa contando que murió feliz después de fumarse un porro. La hierba también formaba parte de su vida, como de la de muchos de su generación. En la película «Bajarse al moro», ella bordaba al personaje casi autobiográfico. Tal era su soledad, que su último mejor amigo fue un chico muy joven, reportero, que intentó hacerle unas preguntas en el aeropuerto en un inoportuno momento, puesto que ella acababa de perder un avión. Le contestó mal, pero educadamente. Era siempre dulce, hasta enfadada. Más tarde, le pidió disculpas e intercambiaron teléfonos. Verónica le llamaba a menudo para charlar de mil cosas. Eso nos da una dimensión de lo sola que podía sentirse. Su motivo más importante de anclaje a la vida era su hija María, un estrambótico personaje. Quedémonos con nuestra gran y peculiar actriz, que ganó cuatro Goyas en «Kika», «La vida alegre», «Moros y cristianos» o «El año de las luces» . Descansa en paz, Verónica.
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