
Una tragedia griega
Maria Callas: entre el aplauso y el abismo
Angelina Jolie y Monica Belluci reavivan el mito de la soprano. Carmen Ro, autora de «El cuaderno secreto de Maria Callas» (La Esfera) revive en este texto su leyenda

Maria Callas está de moda, como si la tragedia de su vida nunca hubiera terminado. Ahora, la historia de una mujer de leyenda, musa de tantas sensibilidades, vuelve a los cines. En febrero se estrena «Maria», la última película de Pablo Larraín, el director chileno que viene haciendo de la biografía un arte. Angelina Jolie, en el papel de la soprano más celebrada de la historia, ha entendido perfectamente lo que significa encarnar a una leyenda: no es imitar, es habitar. Jolie pone perfil de marfil y alma rota a un retrato de la última semana de la Callas, esa semana infernal que la llevó a París y a la muerte en 1977, con solo 53 años. El papel ya le ha valido a Jolie una nominación a los Globos de Oro 2025.

Pero eso no es todo. Este mismo enero, se estrena el documental «Maria Callas: Letters and Memories» en Movistar Plus, con Monica Bellucci de protagonista. Se trata de una mirada íntima a la gira que Bellucci ha hecho durante años, interpretando a la diva en los teatros de medio mundo. Callas, la soprano mitológica, sigue seduciendo a las mujeres más famosas del cine, como si fuera un hechizo que no entiende de tiempo ni de fronteras. Bellucci y Jolie son las dos criaturas infalibles bajo el hechizo inabarcable de la diva, que ahora se reaviva por partida doble.

Cuando se habla de La Divina, es casi inevitable centrarse en el estrellato cósmico de la soprano, dejando a un lado a Maria, la mujer. Callas rio, posó y triunfó, pero Maria dudó, padeció y lloró. Su vida fue un péndulo entre la gloria resonante y el fracaso íntimo. Nunca en su mundo existieron las medias tintas: la gloria era excesiva, igual que excesivo fue el desamor, fue descomunal la soledad, y resultó costumbre la catástrofe.
Maria sufrió desde la cuna. Nació como un exilio el 2 de diciembre de 1923 y la ciudad, Nueva York, no supo qué hacer con aquella hija no querida. Evangelia, su madre, era una griega rota por la muerte de Vassili, su hijo de tres años que había caído de sus brazos como una promesa quebrada. Pero Evangelia no lloraba al niño muerto, lo quería de vuelta, lo exigía al mundo, y buscó otro embarazo como quien lanza una moneda al destino. Cuando llegó Maria, niña y no varón, Evangelia sintió que la vida la había traicionado dos veces. La rechazó desde el primer grito, y no dejó de rechazarla nunca. Su amor no existía, solo quedaba una furia seca, una herida abierta que Evangelia devolvía a su hija con palabras cortantes. «Sigue cantando, canta, canta, canta, porque no sirves para nada más. Nadie te querrá nunca, solo yo puedo quererte», le gritaba, y la voz se le hacía puñal y sentencia. Así creció Maria: bajo la sombra afilada de una madre que era antes verdugo que madre.
Abandonada por su padre
Su padre, George, no fue un refugio, sino un fantasma ambulante. Iba y venía, siempre errante, siempre perdido en sus propias ruinas. Una noche, se marchó para no volver, dejando a Evangelia y a sus hijas a merced del hambre y el desamparo. Regresó años más tarde, cuando Maria ya era el centro del mundo, no para amarla, no para arrepentirse, sino para pedirle dinero. George no era un padre, era la huella de un padre que nunca supo serlo. Maria creció así, entre gritos y ausencias, bajo la certeza de que el amor no es un don, sino una amargura.
Pero si Maria tuvo una infancia torcida, su adolescencia no fue más amable. Con 13 años y 130 kilos de peso, llevaba unas gafas de cristales gruesos que no la acercaban al mundo, sino que la alejaban más. A su alrededor, un vacío tan grande como sus días. La muchacha era presa fácil del rechazo, carne de burla ajena. Su cuerpo y su timidez construyeron un muro que la dejó fuera de todo. El canto fue entonces su isla. Cantaba para no llorar, o quizá lloraba al cantar, pero lo que sí hacía era cantar, cantar, cantar, mientras las niñas de su barrio de Atenas jugaban con la imaginación a inventarse amores y aventuras. Maria no, Maria ensayaba con una disciplina asfixiante, como quien lucha contra un destino que no concede tregua. Horas y horas, ferozmente, hasta que nació la Callas, la diva, la leyenda. Pero mientras la voz crecía en el escenario, el alma de Maria se encogía en soledad.
La Callas era la perfección hecha música, Maria era el lamento de la niña que aún soñaba con una familia que curara sus heridas. Porque la Callas no interpretaba: desgarraba los personajes con la verdad de su tormento, viviendo cada nota como si fuera un grito nacido de su propio daño.

María Callas, esa bestia sagrada de la ópera, no se limitaba a interpretar a sus heroínas, las devoraba. Norma, Tosca, Medea, no eran personajes para ella, sino algo mucho más oscuro, algo más visceral. Cada vez que subía al escenario, su presencia era un asalto, y su voz, una tormenta que arrebataba al público en un trance casi místico. La Callas no solo cambió la ópera, la descoyuntó. Y no solo por la perfección de su voz, sino por el dolor, la angustia y la furia que inyectó en sus papeles. Norma ya no fue jamás la misma después de ella, y su Medea, esa cosa apoteósica, sigue siendo una referencia insuperable. Para el público, Maria no fue una cantante, fue un cataclismo, una fuerza primitiva que nunca pedía permiso, arrasándolo todo a su paso. Un volcán que, en lugar de destruir, fascinaba.

Mientras, fuera del escenario, Maria Callas no era más que un espejismo, una mujer atrapada en su propia sombra. Vivía en un vacío existencial, un abismo que la devoraba lentamente. La diva que iluminaba los teatros, en la intimidad era apenas un reflejo, atrapada en la rutina y en un matrimonio que se desmoronaba a pasos agigantados. El lujo de las luces y la música no lograban llenar el hueco de su vida. Pero en el verano de 1959, todo cambió. Subió al yate de Aristóteles Onassis con su marido, Battista Meneghini, como quien se adentra en un último intento por salvar lo irremediable. Maria pensaba que aquel viaje sería un largo recreo, un descanso del tedio que había dominado su vida en los últimos años, una oportunidad para resucitar un matrimonio longevo que participaba ya de la ruina. Meneghini había sido un esmerado mánager, un hombre hábil para manejar los dineros de la soprano, pero un marido incapaz de encender ningún deseo en su esposa. El viaje, sin embargo, no fue lo que ella esperaba. No fue una reconciliación ni una solución marital, sino la llegada de algo mucho más peligroso: el amor adúltero.

Una pasión caníbal
En aquella travesía, Maria se enamoró de Aristóteles Onassis y descubrió lo que nunca había saboreado fuera del escenario, una pasión caníbal, un amor prohibido que acabó por destruirlo todo. Los dos griegos más famosos del mundo rompieron sus respectivos matrimonios al bajarse del crucero. Maria dejó el canto por Onassis, soñando con una vida familiar que jamás llegó. Su carrera, herida de muerte, se precipitó hacia el vacío, mientras su corazón sufría el vértigo de un amor suicida.. «Vivir es sufrir», confesó tiempo después. El sueño de Maria era convertirse en la heroína griega de su propia historia, una Medea moderna que sacrificaba todo por amor. Pero Onassis no era un héroe, sino un mercader de sueños rotos. En 1968, Aristóteles se casó con Jackie Kennedy, traicionando a Maria y convirtiendo su vida en una ópera cruel.

Maria murió en París el 16 de septiembre de 1977, sola y sin ganas de vivir. Como un final redondo en su tragedia griega, Callas partió dejando un eco imborrable. Su dolor, esa constante que definió su vida, también fue el arma con la que conquistó la inmortalidad. Una inmortalidad que ahora celebran Angelina Jolie y Monica Bellucci.
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