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El análisis

Triste «hooliganismo»

El atasco de tráfico en la escalinata gubernamental nos mostró que el Congreso empieza a parecerse a un estadio deportivo

Pedro Sánchez, en un momento de la investidura EUROPAPRESS

El momento más significativo de la investidura de esta semana se dio indudablemente al final de la misma, cuando todo el proceso acababa de cumplirse según lo previsto hacía tiempo. En el momento en que todo había terminado y solo quedaba que sus señorías abandonaran ordenadamente el hemiciclo, se produjo un chocante e interminable atasco de tráfico en la escalinata de la parte gubernamental. La cola no avanzaba y se debía a que todos los diputados que habían votado a favor de la investidura deseaban aparecer personalmente ante el nuevo presidente para besarle metafóricamente los pies y añadir su aclamación individual.

Esa escena, propia de una fiesta de esposas de subsecretario, nos mostró claramente a los televidentes que el hemiciclo empieza a parecerse de una manera preocupante a un estadio deportivo donde los incondicionales prorrumpen en aplausos, rugen jaleando, entonan aclamaciones y luego quieren mostrar su pleitesía de forma destacada para escenificarla como si fueran convicciones.

Pero las convicciones van a la baja en los últimos tiempos y, a la vista de los últimos sucesos, parece que incluso se han convertido en algo así como un obstáculo enojoso que hay que cambiar veloz, rapazmente y sin conciencia, si el viento del poder cambia bruscamente de dirección. No descarto que un día asistamos estupefactos al prodigioso espectáculo televisivo de ver una ola en las bancadas del Congreso para intentar darle peso a cualquier decisión administrativa. Ignoro si podría existir una manera de regular estas sórdidas ceremonias de tipo hooligan. Yo qué sé; un código deontológico en el Congreso, un tratado de buenas maneras y comportamiento adecuado. Propongo modestamente, en bien de todos, que alguien de la clase política que aún tenga vergüenza ajena se ponga sin dilación a esa tarea normativa.

Más allá de lo que duran esas representaciones meramente cortesanas, luego no queda más remedio que salir al exterior de la Carrera de San Jerónimo y asumir la realidad sociológica que late en la acera. Lo cierto es que todos los protagonistas de la escena sabían que, cuando traspasaran el umbral del edificio, allá afuera esperaban grupos de diversas gentes -fueran muchas o pocas- para dedicarles un sonoro abucheo. Un abucheo que puede justipreciarse de muchas maneras (desde la anécdota, a la indignación o la propaganda) pero que no puede negarse que tiene un correlato muy extendido en toda la sociedad, si atendemos a la estupefacción o los reproches que se han oído de una manera general por todo el país en diversos medios, instituciones, foros, lugares de comentario y medios de comunicación. Negar la realidad con altisonantes aclamaciones puede ser embriagador, qué duda cabe, pero no sirve de nada para sacar adelante el trabajo diario. El nuevo presidente ha conseguido lo que quería: un nuevo mandato. Pero para conseguirlo ha tenido que dividir al país y ha envenenado su propio botín. Tiene un país demediado que él mismo ha dividido para conseguir el poder. Lo más complicado es que la división no la ha provocado en torno a un tema administrativo o de planificación económica, sino en torno a una disquisición moral, una iniciativa decisoria que nos coloca a todos, sobresaltados, ante el posible vaciado de cosas tan importantes para nuestra construcción en sociedad como son la justicia o el respeto a las leyes. Cosas que afectan a resultados de tan primordial importancia como la manera en que unos ejercen su dominio sobre otros.

Sánchez va apareciendo cada día más como una figura de ensoñadoras luces publicitarias y sombras tenebrosas. Quedan ya sobrepujados los rasgos conocidos de audacia, desfachatez o cinismo cuando corresponda. Era interesante contemplar su semblante en directo de cómo iba recibiendo la fatigosa cola del atasco de felicitaciones. Quería mantener la jovialidad paradisíaca y utópica, pero la tensión de la repetición monótona, la falta de un contenido real y vital (de convencimiento, en suma) hacía patente el cansancio y -cómo suele pasarle a Sánchez en esos casos- reaparecía el rictus. El bruxismo: esa sonrisa buenista congelada, que siempre ha resultado inquietante en las amabilidades impostadas de todos los catequistas que siempre, a lo largo de la Historia de la humanidad, han querido convencernos de un discurso supuestamente bondadoso mientras guardaban esqueletos en el armario.