A fondo
El fracaso del escudo social desata una pandemia de pobreza
Ni el Ingreso Mínimo Vital, ni el bono social eléctrico y térmico han conseguido amparar a las familias vulnerables en sus peores momentos. Las personas en pobreza severa crecen hasta los 6 millones y el frío es su enemigo
El escudo social desplegado por el Gobierno de coalición desde el inicio de la pandemia ha demostrado ser poco robusto y estar plagado de grietas, al dejar a miles de familias desprotegidas y a merced de las embestidas de la crisis. Ahora, con la llegada del invierno, la pobreza energética se convierte en una grave amenaza contra la que no tienen armas para combatir.
Según el informe «Sociedad expulsada y derecho a ingresos» elaborado por Cáritas y la Fundación Foessa, en 2021, año y medio después del estallido de la pandemia, son ya 11 millones las personas que se encuentran en situación de exclusión social en España, 2,5 millones más respecto a su anterior encuesta de 2018.
Otra de las alertas del informe es que, por primera vez desde 2007 las personas en exclusión severa superan los 6 millones de personas, convirtiéndose en uno de los grandes damnificados por la Covid-19, con un incremento de casi 2 millones de personas respecto del año 2018.
Ineficacia del Estado
Las cifras de afectados y los testimonios como el de Cristina y Norma, madres de familias vulnerables que acuden a ONG como Cáritas o Fundación Madrina en busca de ayuda, constatan el aumento de personas que siguen pidiendo protección por otras vías ante la ineficacia del Estado.
Cáritas y la Fundación Foessa alertan de que con la pandemia se está produciendo un deslizamiento de los diferentes estratos de la sociedad hacia situaciones de mayor precariedad y exclusión social.
Ni el Ingreso Mínimo Vital (IMV), ni el bono social eléctrico y térmico, ni las medidas para frenar el precio de la luz han conseguido amparar a las familias vulnerables en sus peores momentos.
Precisamente, el análisis de Cáritas y Foessa pone de relieve las profundas lagunas de este mecanismo de protección social. La falta de información tanto para realizar los trámites como sobre el estado de su solicitud es la primera gran barrera a la que se enfrentan los hogares solicitantes del IMV.
Como resultado de su configuración y normativa actual, más de dos tercios de los hogares en pobreza severa (el 68%) no han solicitado esta prestación a pesar de sus escasos o nulos ingresos. En concreto, solo el 18,6% de estos hogares está cobrando el IMV o, al menos, lo tiene concedido. Y a casi la mitad del total de solicitantes en pobreza severa (el 49%) le ha sido denegado.
Esta ayuda es clave para aquellas personas que han agotado otras prestaciones y que la necesitan con urgencia para abonar al menos el alquiler mensual y evitar ser desahuciados. Además, como la mayor parte de la gente pobre no trabaja o no tiene trabajos a tiempo completo, el efecto de la subida del SMI sobre la reducción de la pobreza es mínimo, según un estudio del profesor de la Universidad de Chicago Richard V. Burkhauser.
La cesta de la compra y los suministros son otros quebraderos de cabeza. El paso de los ERTE a los ERE y la precariedad de los nuevos trabajos, a veces de tan solo cuatro horas, han originado que las familias que acumulan deudas y no llegan a cubrir los gastos de la luz y el alquiler, vuelvan de nuevo a las «colas el hambre» pero esta vez en una situación de pobreza y vulnerabilidad mucho más dramática que en pandemia, advierte Fundación Madrina.
Los hogares que sufren la pobreza extrema recurren a estas iniciativas para llenar la despensa, pero con la llegada del frío también reclaman el pago de facturas, ropa, mantas, estufas de gas y bombonas de butano. «O se gastan el dinero en comida o se lo gastan en la factura energética», advierte Conrado Giménez, presidente de Fundación Madrina.
En concreto, septiembre concluyó con una media de 156 euros megavatio hora (MWh), lo que supone una subida interanual del 271% frente a septiembre de 2020. Esta tendencia al alza no ha aminorado el ritmo pese a las medidas introducidas por el Gobierno para bajar la factura, como la reducción del impuesto a la electricidad (del 5,11% al 0,5%) y detraer los beneficios de las empresas eléctricas obtenidos por la evolución de los precios del gas. En octubre, la luz sigue batiendo precios récord, con un máximo histórico de 288 euros el MWh este pasado jueves.
El bono social eléctrico y térmico permiten a las familias vulnerables esquivar estos picos y evitar que les corten los suministros por impago, pero su alcance es limitado y no cubre la energía de los pobres, el gas butano.
«La inmensa mayoría de familias pobres pagan una vivienda o una habitación sin ningún tipo de contrato, por lo que no pueden acceder a estos bonos, que además no son aplicables al gas butano», explica Conrado Giménez.
Las familias que viven fuera del núcleo de las ciudades usan cocinas, duchas e incluso neveras que funcionan con gas butano, como en la Cañada Real, que un año más se prepara para la batalla contra el frío y la oscuridad.
El precio de la bombona se ha disparado un 35% desde enero de 2020, pasando de 13,37 euros a los 16,13 euros de septiembre de 2021. Estas cifras pueden ir a peor con la previsión de que sus precios suban hasta un 100%. «El Gobierno no responde. Tiene que haber una escapatoria para estas familias», que como la de Cristina y Norma ya se encuentran al borde del abismo, reclama Giménez.
Siete en casa y solo 376 euros de paro. Cristina y su familia hacen malabares para salir adelante cada mes. La mayoría de sus escasos ingresos se van en el alquiler: 305 euros. El resto no da ni para hacer la compra.
Fundación Madrina, Cáritas y Cruz Roja son el salvavidas que cubre su cesta de la compra y le ayuda a pagar algunas facturas. A pesar de ello, esta familia de siete (padre, madre, tres hijos, nuera y nieto) debe 516 euros entre luz, agua y gas. «Hace un mes me cortaron el gas. Este mes para que no me corten la luz tendré que dejar de pagar el alquiler», cuenta.
«Servicios Sociales tiene que priorizar. No puede haber niños sin luz, agua caliente ni gas», reclama. Cristina ha comenzado a trabajar otra vez de gerocultora, pero los 965 euros que cobrará el próximo mes siguen siendo migajas para una familia tan numerosa.
Explica cómo perdió su trabajo en enero de 2020: «Como ya veían lo que se avecinaba con el inicio de la pandemia, se me acabó el contrato y no me renovaron». Durante los primeros meses de la crisis volvió a encontrar un empleo en una residencia a media jornada, pero con el fallecimiento de muchos ancianos, la plantilla también fue disminuyendo.
Su último trabajo fue en septiembre del año pasado. En casa hay más adultos, pero a todos les arrebató el trabajo la pandemia, excepto a su marido, quien sufrió accidente en diciembre de 2020 y aún no ha podido reincorporarse al mercado laboral.
Lo ocurrido con su hijo mayor causa especial rabia a está familia. Pasó de tener un contrato temporal en una cadena de restaurantes a uno fijo con periodo de prueba. Pese a haberlo superado y confirmarle que estaba contratado, al empezar la pandemia la empresa dio marcha atrás y le despidió, por lo que no tuvo la posibilidad de acogerse a un ERTE.
Los pequeños de la familia están atravesando un momento complicado de salud y Cristina teme que las posibles secuelas ocasionen más daños a esta familia. Ella misma ya sufre apnea del sueño, lo que engrosará considerablemente su factura eléctrica: «Tengo que poner una máquina que tiene que estar conectada 12 horas al día». «La factura más alta del invierno pasado fueron 214 euros», reconoce.
«Ayer hablé con mi marido que hay que empezar a poner calefactores para cuando se duchen los niños. Él está preocupado por las facturas de luz que nos van a llegar», añade.
El Estado y los Servicios Sociales no han sido de especial ayuda. Esta familia no tiene derecho al bono social eléctrico y además en plena pandemia le denegaron el IMV al tenerle en cuenta los ingresos de 2019.
Para colmo, los Servicios Sociales han amenazado con quitarle a los niños tras solicitar ayuda psicológica cuando su hija fue diagnosticada con una enfermedad degenerativa sin cura ni tratamiento. «Lo único que han hecho es desestabilizar a mi familia en lugar de ayudarla», denuncia Cristina.
Su voz lo dice todo. Hastío, desesperación y hartazgo. Norma lleva luchando contra la precariedad demasiado tiempo. A sus 42 años, su hijo y ella comparten piso con una amiga que también es madre.
El IMV no le da para pagar todos los gastos y con la llegada del frío no quiere ni plantearse el extra en butano. «La cocina y la ducha funcionan con butano. Ahora gastamos dos bombonas al mes, pero el invierno se presentan complicado.
La casa no tiene calefacción, tendremos que conseguir radiadores» explica. Por desgracia, la crisis no solo ha hecho mella en su economía. «Tengo depresión y no puedo dormir. Ya no puedo con mi vida», confiesa. Aunque anteriormente trabajaba cuidando personas mayores, las ofertas son reducidas, tienen malas condiciones y el cuidado de su hijo le hace imposible compatibilizar cualquier puesto con su vida personal. Es la pescadilla que se muerde la cola.
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