«Voynich»: el libro más enigmático se rinde a la informática
Resguardado entre las paredes de placas de mármol traslúcido de la increíble biblioteca Beinecke de libros y manuscritos raros de la Universidad de Yale, un verdadero centro de saber universal que alberga, entre otras maravillas, un ejemplar de la primera Biblia de Gutenberg, se encuentra el que por derecho propio es considerado el libro más misterioso del mundo.
Aunque parece que poco a poco se empiezan a desvelar sus secretos gracias a un intento reciente de descrifrarlo a través de ordenadores. Como quiera que sea, el llamado «Códice Voynich» es, junto a la célebre «Hypnerotomachia Poliphili», atribuida tradicionalmente al dominico Francesco Colonna (c. 1469) e impresa en Venecia en 1499 por Aldo Manuzio (del que hay una estupenda edición castellana de Pilar Pedraza en Acantilado), el gran libro fetiche del Renacimiento.
Por su historia secreta y subterránea, el «Voynich» destaca como la gran incógnita de ese periodo: un manuscrito esta vez, no un impreso, datado también en el imprescindible siglo XV. En efecto, gracias a las pruebas del carbono 14 realizadas sobre el pergamino en el que está escrito, se ha podido fechar en la primera mitad de ese siglo el «Voynich», que debe su nombre al coleccionista de libros Wilfrid Voynich, de origen lituano y afincado en EE UU, que lo compró a comienzos del siglo XX.
Iluminaciones oníricas
El manuscrito MS 408 de la Biblioteca de Beinecke, pues esta es su signatura oficial, es un raro y fascinante ejemplar de códice iluminado que ha traído de cabeza a los especialistas en codicología, paleografía, lenguas antiguas y criptografía desde hace por lo menos 400 años. Muchos son los intentos de descifrar su escritura límpida pero inaccesible y de interpretar las iluminaciones oníricas de plantas surrealistas y las figuras extrañas que pueblan sus más de doscientas páginas.
Antes del carbono 14, se había supuesto que el «Voynich» databa de la Europa renacentista por las figuras humanas que representa y por sus ilustraciones –ya que el texto no era posible leerlo–, por lo que debía tratarse de una lengua clásica o europea vernácula. Se sabe que el libro apareció en manos de Barschius, un curioso alquimista de Praga, a comienzos del siglo XVII, y que, al morir éste, fue legado a su amigo el rector de la Universidad Carlos de Praga, Johannes Marcus Marci. Marci, a su vez, decidió enviárselo a su amigo, el gran polímata jesuita Athanasius Kircher, experto en lenguas antiguas y orientales, con el ruego de que lo descifrara. Así se desprende de una carta que le dirige en 1665 y que todavía se encuentra en el manuscrito, citando además que era del interés del emperador Rodolfo II, famoso por su devoción por la alquimia en su palacio de Praga, y también se apuntaba entonces una atribución probable a Roger Bacon, el «doctor mirabilis» del siglo XIII. Pero son muchos los sabios o los falsarios del Medievo, del Renacimiento y de la posteridad a los que se ha atribuido este texto, desde Bacon, John Dee o Edward Kelley al propio Voynich.
Luego, el códice quedó guardado durante varios siglos en el Colegio Romano de los Jesuitas, acumulando el olvido y el polvo de las edades hasta que, en 1903, la Compañía de Jesús vendió algunos de sus fondos bibliográficos. El libro en cuestión fue adquirido por Voynich en 1912, con lo que empezó la segunda vida de este manuscrito y se despertó poco a poco el interés erudito y popular por él. Después de la muerte de Voynich, y tras diversas peripecias, pasó al anticuario Hans P. Kraus, quien, no hallando comprador, lo donó finalmente a la Universidad de Yale en 1969, convirtiéndose ya casi en un objeto de culto y de investigación incesante.
Son muchos también los que se cuentan entre quienes han intentado descifrarlo y elaborado alambicadas teorías sobre la lengua en la que está escrito: se decía que era una artificial –una suerte de esperanto inventado por los alquimistas del Renacimiento– o acaso un exótico lenguaje natural, quizá tibetano o del Oriente lejano, tal vez una lengua amerindia desconocida. De entre las hipótesis sobre la lengua una de las más atractivas y fructíferas era que el manuscrito estaba escrito en alguna europea cifrada o codificada de alguna manera para, quizá usando un algoritmo o un sistema de encriptación desconocido, velar su lectura y la comprensión del mensaje o de los conocimientos que contenía a unas pocas personas a las que estaba destinado.
Conocemos diversos sistemas de estenografía o cifrado de escrituras ya desde la antigüedad, como la «escítala», que refiere Plutarco para las comunicaciones militares de los espartanos, el llamado «cifrado de César», que describe Suetonio, o la más moderna «tabla de Vigenère» (siglo XVI) hasta llegar a los modernos sistemas de codificación. Pero muchas investigaciones que intentaron descifrar el manuscrito durante el siglo XX, incluyendo a un grupo de expertos criptógrafos de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA), entre otros organismos oficiales, que lo estudiaron durante los años 50 del pasado siglo, fracasaron sin remisión.
Ahora, gracias a la inteligencia artificial se ha descubierto que la lengua es nada menos que la hebrea, aunque aún no se ha logrado darle sentido a lo que dice. Su primera frase parece algo así como: «Hizo recomendaciones al sacerdote, al hombre de la casa, a mí y a la gente». Utilizando un sistema informático que sirve para aclarar las ambigüedades del lenguaje, el profesor de ciencias de la computación de la Universidad de Alberta (Canadá) Greg Kondrak y su equipo afirman haber identificado la mayor parte de sus palabras. Ahora queda, por supuesto, darle sentido a lo que está escrito, una labor que se nos antoja ciertamente ardua. Hasta entonces, y a ese respecto, cabe enunciar brevemente algunas de la serie de hipótesis sobre el propósito de este manuscrito que se han teorizado a lo largo de todo del siglo XX; las más difundidas afirman que se trata de un herbario o acaso de un tratado de alquimia, más seguramente, de uno que combina ambas disciplinas. Otros hablan de un libro de astrología o botánica y autores más fantasiosos han llegado a hablar de avances científicos muy posteriores enunciados «avant la lettre».
Creo que el misterio de este códice, sin embargo, perdurará. No parece cercana la comprensión de lo que implicaba este libro, como sucede en parte con la «Hypnerotomachia» y otras obras emblemáticas de la época, pese a que se vaya a descifrar su enigmática lengua, pues el moderno lec-tor ha perdido parte de esa sabiduría ancestral de la que el Renacimiento y el Barroco representan los últimos testimonios escritos. La llamada «aurea catena» del saber pagano y neoplatónico, mantenida durante los diversos Renacimientos bizantinos por sabios como Psello o Pletón, transmitida a Occidente de manos de los eruditos griegos a los humanistas italianos y reivindicada por Pico della Mirandola o Ficino y por toda la cohorte de iniciados y alquimistas que veneraron la «sophia perennis» y la «occulta philosophia» acaso puedan estar en la base de obras como el «códice Voynich».