El último alegato feminista de Greta Gerwig: ¿y si Barbie ya no pensara, sintiera o viviese en rosa?
Tras una campaña de marketing histórica, aterriza en España el nuevo y esperado trabajo de Greta Gerwig proponiendo una relectura de la icónica muñeca
¿Recuerdan cuando las mujeres jugábamos de niñas con bebés de plástico y nos entreteníamos vistiéndolos, cuidándolos, dándoles de comer y sacándolos a pasear? ¿Recuerdan cómo desde nuestra infancia se nos inoculaba la maternidad revestida de ejercicio lúdico, de pasatiempo, de recreo inocente? «Así, cariño, lo haces muy bien», nos apremiaban nuestros progenitores pensando que aquel entrenamiento involuntario para las olimpiadas de la resignación tendría una utilidad más allá de la generación de traumas. Todo parecía programado para el destino fatal de la mujer en aquel cuento de la criada pueril hasta que a principios de la década de los sesenta llegó la muñeca Barbie. Y aunque su moldeada figura de plástico se correspondía con unos estándares de belleza irreales e inalcanzables, era independiente, consumista, frívola, tenía ciudad, bolsos, vestidos, mascotas, casa, coche, novio y amigas. No había que cuidar de ella, solo acompañarla en su delirante multiaventura de perfección.
Hay en esa transición histórica de la niña que juega a ser mamá con bebés de juguete y la niña que juega a tener sus propios sueños a través de la vida una muñeca cuyo cuestionable eslogan primigenio fue el de «tú puedes ser lo que quieras ser» infinidad de matices y pautas ideológicas que desgranar, pero la cineasta Greta Gerwig, haciendo uso de una evidente inteligencia y un estratégico sentido del humor, ha decidido pararse justo ahí, en ese aparente avance que supuso la creación de Barbie en contraposición a los hijos de mentira que nadie quería tener para crear un universo alternativo loquísimo (por imposible de trasladarlo a la vida, no por ridículo), festivo y estridente dominado por las Barbies.
Tras meses de campaña como pocas se recuerdan, con el buscador de Google invadido de estrellas rosas que parpadean al teclear el nombre de cualquier persona relacionada con la cinta, colecciones de Zara agotadas, listas de reproducción en Spotify con la banda sonora siendo lo más escuchado de la semana o filtros de Tiktok creados ad hoc para la promoción, «Barbie», el esperadísimo estreno aterriza en las salas con su competidor cinematográfico nato, «Oppenheimer», mirándole de reojo, aunque sabemos quién ganará, y dispuesto a ponérselo difícil en términos de taquilla.
Lejos queda la densidad narrativa y la pirotecnia visual que ofrece Nolan con su filme sobre el padre de la bomba atómica del tono desengrasante, divertidísimo y sardónico que propone Gerwig a través de esta interesante y colorida resignificación del icono rubio por antonomasia del «american way of life» y el señalamiento desternillante de la masculinidad, consecuencia de una mirada feminista e independiente que la directora de «Mujercitas» o «Lady Bird» viene utilizando desde hace tiempo en sus creaciones junto a su pareja creativa y sentimental, Noah Baumbach, con el que forma una destacada dupla de creadores y que también ha participado en esta ocasión en la escritura del guion.
En una entrevista realizada antes del estreno, Margot Robbie, encargada de dar vida a Barbie –cosa que resultaba prácticamente obligatoria dados sus atributos físicos tan parejos a los de la muñeca de Mattel fabricada por Ruth Handler– definía a su personaje como alguien que promueve «la confianza, la curiosidad y la comunicación durante la infancia y empodera a los niños para imaginarse a sí mismos en roles aspiracionales, desde princesa hasta presidente».
Y es que en Barbiland, esa extraordinaria utopía acartonada y teñida de rosa en la que los vasos no tienen líquido, la comida no se come, se imagina, el agua del mar es dura, Barbie se despierta ya peinada y maquillada para comenzar su extenuante rutina de encantadora vacuidad, no existe la celulitis y los talones de sus chicas están siempre elevados varios palmos por encima del suelo, tenemos de todo: una barbie negra presidenta, una en silla de ruedas, otra «defectuosa» con la que su dueña hizo perrerías (¿pero y el gusto que daba cortarles el pelo o pintarrajearles la cara?), una embarazada que Mattel, la empresa fabricante parodiada en la cinta hasta la extenuación descartó por inapropiada para el mercado, una obesa, una astronauta, científica, Premio Nobel, médica, abogada, ¡hasta una barbie inteligente!
Pero no subestimemos la presencia masculina dentro de este mundo californiano de purpurina, sol y baile en el que todos los días son iguales porque las diferentes representaciones de Ken, ejerciendo con satisfacción su labor de mero complemento, no se quedan atrás: ken asiático, latino fornido, esbelto, guitarrista... ¿y qué podemos decir de ese Sugar Daddy Ken completamente descatalogado cuyo nombre juega con la retórica del concepto perturbado en el que todos estamos pensando a través de su perro? y nuestro favorito: Ken novio de Barbie, es decir, Ryan Gosling hipersexualizado, machista y deconstruido en tiempo récord sacando su faceta más deleitable, nuestro Ken playero, que no surfista o socorrista, porque su cometido no consiste en salvar vidas o sortear las olas, sino en saber estar en la playa. Cosa que no todo el mundo es capaz de hacer.
Una vez establecido el esqueleto ambiental del matriarcado de Barbyland (construido de manera real y a gran escala en un estudio de Londres) en el que se incluyen por una cuestión de justicia poética actuaciones musicales estelares y escenas de una bizarría inimaginable como la aparición del musculado John Cena, luchador profesional, convertido en sirena, Gerwig introduce el elemento discordante de la trama a través de los pensamientos intrusivos relacionados con la muerte que empiezan a alterar a Robbie después de que una mujer del mundo real que jugaba con ella de pequeña y con la que la muñeca está conectada emocionalmente, atraviese una mala racha. Barbie ya no quiere ser un concepto, una idea, quiere saber lo que se siente siendo quien las crea.
A partir de ahí, empieza un viaje al mundo real que la muñeca emprende acompañada de Ken y cuyo recorrido está plagado de transiciones entre escenarios teatralizados de cielos pintados y una artificialidad pretendida y plasticosa que remite a la arquitectura de los anuncios publicitarios, pero también a musicales como «Los paraguas de Cherburgo» o, evidentemente, «El mago de Oz», para recuperar su autenticidad y desterrar la negrura existencial de su idiosincrasia.
Es en ese choque de realidad frontal con un mundo, el nuestro, dominado masivamente por la testosterona, el poder y la violencia de los hombres y atravesado en el plano extracinematográfico por años de reivindicaciones, avances considerables, teorías y postulados feministas, donde la cineasta estadounidense despliega todo su arsenal de ingenio y sagacidad. Y pese a las contradicciones discursivas que se escapan en algunos momentos en los que no sabemos muy bien qué mensaje está intentando lanzar Gerwig, pareciendo atrapada entre el corporativismo, el coaching telefílmico y el cinismo más corrosivo, se establecen interesantes reflexiones sobre la igualdad, la aceptación y la superficialidad perfilando además un modelo de patriarcado ridiculizado, al que Ken acaba cogiéndole el suficiente cariño como para exportarlo a Barbyland porque hay «caballos y coches». Cuando se les empiece a tensar la mandíbula de tanto reír y flotar con algunas escenas, recuerden que esta gozosa comedia musical tiene una capa argumental de mensaje marcadamente feminista introducido como una suerte de caballo de Troya audiovisual y que a veces, casi siempre en el caso de algunos sectores, resulta más incómodo, más desagradable, menos jocoso, pero que existe y que en tiempos convulsos y falocéntricos como los actuales, merece reivindicarse.