Un fogonazo de Morante, el suspiro de Aguado y se apagó la tarde
Deslucido encierro de Juan Pedro Domecq, que echó por tierra una de las tardes que cuelga el cartel de «No hay billetes» en la Feria de Abril de Sevilla
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Morante volvió a Sevilla después de Resurrección, ya sin lluvia y con calor. La maestranza estaba resplandeciente y con los embudos tradicionales que nos trae el revuelo y los ruidos como si la historia se repitiera. Un bucle año tras año. Hasta los comentarios. “Hay que venir antes”. La vida en orden. O en desorden. Porque en verdad de las pocas cosas que pone sentido a este sindiós en el que vivimos es la locura de la tauromaquia en la que en diez minutos, siendo exagerados, que en esta patria nuestra nos gusta, se pueden dar cita los valores más auténticos de la existencia, los que de verdad no se pueden perturbar, alterar, corromper porque no pertenecen a nadie. El resto es un degenerar en manos ajenas. Es una vergüenza que en este país nuestro no haya dinero para cuestiones tan necesarias, tan desgarradoras como las enfermedades que se cobran no las vidas, qué decir, sino lo más terrible que es la degradación humana, pero hemos visto cómo nuestro presidente del gobierno ha impulsado a través de nuestra Televisión Pública (pagada por nuestro bolsillo) un contrato inaudito, el de Broncano, blindado como nunca, solo por saldar sus fobias personales. Eso pasa en este país, señores nuestros y se permiten después cuestionar lo ajeno. Cuando Morante, en la verticalidad más absoluta, en esa quebradiza irrealidad presentaba la muleta al toro, verdad y entrega, la vida era otra. Curro Javier y Zayas se habían desmonterado antes. Pureza, lentitud, no cabían fuegos cruzados con Morante. Todo era un nosotros, como dice mi hijo Martín con los misterios del Yin y el Yang. Aquello es un todo que puede cambiar el mundo en esa fusión de las fuerzas opuestas. La nobleza del Juampedro se encontraba con una muleta tersa, con un cuerpo enredado en su propia condición de torero. Era todo tan fácil y tan bonito que solo había que disfrutarlo. Fue un fogonazo antes de que la tarde se nos apagara, a plomo.
El cuarto no valió ni para pasar el rato, algo tuvo que decir en eso su paso por el caballo, y Morante volvió por sus fueros de no perder el tiempo e irse de la suerte. Un pleno.
Apretó en el capote el toro de Manzanares y ahí le encontró el lío y la expresión. Fue lo mejor. Los dos extraños que le hizo el Juampedro condicionaron una faena desconfiada e intentando aliviar tanto al animal, que era todo feo. Una sucesión de trallazos inaceptables. La espada también fue abajo. Descentradísimo con un quinto, que acudía al paso.
Aguado hizo lo que sabe hacer: torear minuciosamente despacio con el capote. Tiene estilo propio: la manera de componer la figura, de agarrar el capote, es seda pura, cualquier derrote, tirón o latigazo es un puñetazo a los sentidos. No se estila. Es como si toreara al susurro. Pablo con la capa es otra cosa. Abundó por chicuelinas a ese toro de pelo brillante y lustroso. A Aguado el toreo le fluye, es algo innato. La putada es que se conformó con no sacar al noble toro de entre las rayas, y aliviarse en la línea recta mientras el animal perdía el fuelle, el gas y las ilusiones. Lo hizo bonito entretanto hasta la cruz de matar. Si quisiera…
Apretó el toro con alegría en la muleta de Pablo. Qué expresión. Entre las rayas, cómo no, y enseguida se rajó el animal. Pena. Se nos había fundido la tarde.
SEVILLA. Feria de Abril. Lleno de «No hay billetes». Se lidiaron toros de Juan Pedro Domecq, desiguales. El 1º, noblón; 2º, sin entrega; 3º, muy noble, con ritmo y a menos; 4º, deslucido; 5º, noble, al paso y con poco brío; 6º, rajado.
Morante de la Puebla, de rosa y azabache, estocada caída (saludos tras petición); pinchazo, media (silencio).
José María Manzanares, de sangre de toro y oro, estocada baja, descabello (silencio); pinchazo, estocada, dos descabellos (silencio).
Pablo Aguado, de grana y oro, pinchazo, metisaca, buena estocada (silencio); casi entera, (silencio).