La perfecta mujer del Renacimiento: pálida y oronda (también feminista)
Jill Burke explica en un libro todos los secretos de un periodo que vio nacer la obsesión por la belleza (y no hemos cambiado tanto)
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Cuenta Jill Burke que ella fue la primera sorprendida. Cuando empezó a bucear en la mentalidad de las mujeres del Renacimiento para entender cómo se relacionaban con el mito de belleza se encontró con mucho más. Aquellas europeas que vivieron en los siglos XV y XVI en Europa no se limitaban a tratar de parecerse a las pinturas de Tiziano o Botticelli. También se rebelaban contra el orden establecido, peleaban por la conciliación familiar o inventaban e intercambiaban fórmulas para envenenar a sus maridos maltratadores. Fueron precursoras del feminismo y de la sororidad, esos conceptos que creemos haber inventado las del siglo XX.
Burke, historiadora del Arte y profesora de la Universidad de Edimburgo, ha reunido estos y otros hallazgos en «Cómo ser una mujer del Renacimiento» (Crítica), una historia alternativa de una época en la que el Viejo Continente se sacudía la oscuridad medieval y nacía el canon de lo bello. A través del teléfono, la autora explica que «es impresionante lo conscientes que eran algunas de aquellas intelectuales sobre la dificultad de compaginar su vida de escritoras y de amas de casa o madres si querían competir en un mundo de hombres. ¡Cuánto resuena hoy en día todo aquello! Fue un experimento en pleno siglo XVI. Y desde luego hicieron que la sociedad se cuestionara el papel y el potencial de las mujeres. Luego se desvaneció la idea a lo largo del siglo XVII».
El eterno debate sobre si la belleza empodera o lastra a las mujeres también arrancó allí: «La segunda ola del feminismo de los años 70 del siglo pasado asumió que la belleza y sus rituales eran algo opresivo para la mujer siempre. Yo creo que es todo mucho más complejo. Si te fijas en la época del Renacimiento, las mujeres defendían su derecho a la belleza porque también implicaba creatividad y una excusa para juntarse y compartir un espacio propio en un momento en el que no tenían ninguna libertad ni autonomía. Les servía para poder comunicarse y creaban».
Tampoco se puede obviar que aquellos exiguos cánones de mujeres de piel pálida, pelo rubio y mejillas sonrosadas lo ponían muy cuesta arriba para las que no entraban en el molde y podía llegar a ser «extenuante». «Es verdad que solo había un modelo, una manera de ser guapa, a diferencia del contexto que vivimos en la actualidad. Pero era alucinante porque no solo incluía a las elites, esta fue una de las cosas que más me sorprendió. Mujeres pobres, de la clase trabajadora, se hacían sus propias cremas en casa e ideaban formas rudimentarias de teñirse el cabello, por ejemplo. El interés por la belleza era transversal y estaba muy extendido».
Tan extendido estaba que también incluía a los hombres, aunque fuese de una manera más superficial. «Ellos claramente se teñían el pelo y la barba. Se han encontrado fórmulas magistrales que así lo demuestran. También les preocupaba quedarse calvos o perder la línea. La presión no era tan grande, claro, pero la sufrían de alguna forma. Sobre todo si eran figuras relevantes en alguna Corte».
La nostalgia femenina por los tiempos en los que el sobrepeso era algo considerado sexi (sobre todo ahora que estamos en Defcon 2 veraniego) es recurrente, pero al parecer la cosa no era tan sencilla. No había que estar gorda, sino tener la grasa justa y en los lugares adecuados. La papada, por ejemplo, era bienvenida, pero si te pasabas de rosca podían considerarte estéril: «A los hombres les gustaba que las mujeres estuvieran rellenitas. Eso sí, tenía que ser la cantidad justa de gordura, ni pasarse ni quedarse cortas. Que fueran orondas y blandas. Para llegar a esa figura justa contaban con recetas gastronómicas y recomendaciones, tanto para adelgazar como para engordar. Según lo que cada una necesitara».
En el libro, Burke hace referencia a una carta de la noble italiana Isabel de Este al duque de Milán en 1499 en la que se disculpaba porque el retrato que le acababan de terminar la hacía aparecer «con unos kilos de más». Y la respuesta de él no tuvo desperdicio; le vino a decir que a ella siempre le había sobrado peso. Uno de los consejos más extendidos para perder algo de grasa era exponerse a cierta «ansiedad emocional», otro remedio que prueba que fueron unos visionarios: «Es que, si lo piensas, tiene sentido, ja, ja. Cuando estás nerviosa, pierdes peso. Sabían de manera intuitiva que las emociones estaban muy conectadas con la báscula. Eran muy perceptivos».
Hace unos quince años aparecieron en un castillo de Austria decenas de objetos y prendas de ropa del Renacimiento que hicieron las delicias de un grupo de investigadores. «Entre otras piezas encontramos lo que llamaban “bolsas para pechos”. ¡Y pensábamos que el sujetador nos lo inventamos en el siglo XX!», apunta Burke. También llegaron a la conclusión de que, contra todo pronóstico, ya realizaban cirugías genitales para que la vulva tuviera un aspecto rejuvenecido. «Todo muy inquietante. También hacían reconstrucciones de nariz porque era habitual que se las cortaran a modo de castigo a mujeres adúlteras, por ejemplo».
Otro de los misterios que se resuelve en el libro es la razón de que las prefirieran pálidas. El retrato de Laura Dianti a manos de Tiziano está considerado el primero que aboga por la claridad de la piel femenina. «La blancura en las mujeres tuvo mucho que ver con que los esclavos comenzaron a llegar del África subsahariana tras las expediciones, sobre todo portuguesas y españolas. Se pusieron de moda a finales del siglo XV y principios del XVI. Tiziano pintaba para la Corte de aquellos monarcas ligados a los imperios colonizadores, como Carlos I y Felipe II. Después, aquellos esclavos acababan en Italia a través de las rutas comerciales. El pintor retrata en aquel cuadro el contraste entre la belleza de la mujer blanca y el sirviente negro e inaugura una tendencia en pintura que aún durará cientos de años».
Burke se refiere varias veces en el libro al que considera el primer tratado de belleza impreso. «Hubo algunos pequeños precedentes, desde Egipto a Roma pasando por Grecia, aunque se trataba más bien de recetas sueltas sobre maquillaje, por ejemplo. El libro de Marinello era otra cosa porque te indicaba exactamente cómo debías lucir y criticaba que no siguieras sus pautas. Es totalmente teórico y muy específico, con alusiones a poemas de Petrarca y otra literatura de peso». Ella ha experimentado en primera persona la vigencia de algunas de aquellos remedios caseros. «He alucinado al comprobar que, efectivamente, funcionan. Las mujeres en aquella época eran sumamente sofisticadas, ¡desde luego más que yo! Los perfumes, por ejemplo, los he fabricado en casa y son una auténtica maravilla». ¿Hemos heredado algo de aquella época?: «Algunas cosas están de vuelta; por ejemplo, algunos tónicos faciales que usaba la generación de mi abuela. Aguas de flores, aceites, champús naturales... Es interesante lo similar que era todo».
Entre fórmulas magistrales para maquillarse y trucos de depilación las mujeres renacentistas se ayudaban a salvar la vida. «Muchas mujeres mataban a sus maridos con sustancias muy tóxicas que servían también de cosméticos. Hay numerosos ejemplos de ello, las mujeres compartían sus secretos sobre los diferentes venenos para deshacerse del esposo. Hacían ver que compraban productos para estar guapas. Cientos y cientos de hombres murieron así a manos de sus mujeres. Los hombres eran terribles, por cierto. Y cuando lees sus casos entiendes las motivaciones. Las pegaban, las violaban y no tenían a quién acudir. La ley incluso los animaba a darles palizas. Les rompían los huesos, las arrastraban por el suelo... Lo bonito fue leer cómo las mujeres se ayudaban entre ellas, incluso aunque no se hubieran visto en la vida. Había muchas que acababan refugiándose en un convento y se quedaban allí. Eran verdaderos santuarios para ellas. La amistad femenina era algo grande».
Otra de las obsesiones contemporáneas era el pelo de la mujer. «El pelo del cuerpo se retiraba por completo y, según la zona de Italia o España, era muy común. Había muchas recetas de depilación, desde cera caliente a crema depilatoria, parecida a la de ahora pero compuesta por material súper venenoso. Quemaba el pelo directamente. A cualquier mujer sospechosa de brujería le afeitaban todo el cuerpo por si tenían supuestas marcas o amuletos escondidos. Asociaban el pelo con los secretos. También relacionaban el maquillaje con las brujas, sobre todo mujeres mayores, que lo usaban para sus hechizos». El pelo o, mejor dicho, su higiene, podía salvarlas asimismo de alguna plomiza reunión. «Empleaban el lavado del cabello como una excusa. Lucrecia Borgia era conocida por eso; decía que tenía que lavárselo cuando no quería ir a alguna recepción, por ejemplo. Era todo un acontecimiento».