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La peor semana del ejército de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial

El historiador James Holland narra cómo en la tercera semana de febrero de 1944 los americanos perdieron 266 bombarderos, que sumaban 2.600 tripulantes. Una cifra altísima pero que garantizó el éxito del Día D
El famoso bombardero Boeing B-17 Flying Fortress fue fabricado en 1935 Archivo

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Libros como «El auge de Alemania», «El contraataque aliado, Normandía 1944» o «La Segunda Guerra Mundial: Una historia ilustrada», todos ellos publicados en la editorial Ático de los Libros, han convertido a James Holland en el gran especialista actual de la Segunda Guerra Mundial. Hace un par de años veía la luz otra de sus minuciosas investigaciones, «Normandía 1944. El Día D y la batalla por Francia» (traducción de Joan Eloi Roca), cuyo objetivo sin duda habría sido cuestionar mucho de lo que creemos saber sobre esta campaña, de tal modo que, recurriendo a archivos y testimonios inéditos –procedentes de soldados rasos y altos cargos, claro está, y también de pilotos de bombarderos, enfermeras o miembros de la Resistencia–, daba una mirada renovada de aquel suceso tan determinante. Este empezaría el 6 de junio de 1944 y tendría continuidad durante setenta y seis días de tremendos combates en Francia, lo que, al fin y a la postre, marcaría el principio del fin de la Alemania nazi.
Holland afirmaba que, pese a que disponemos de infinita información y que cada año millones de personas peregrinan a Normandía para ver las playas de la invasión y los cementerios de guerra, paradójicamente, «se han colado en el relato tradicional muchas distorsiones que hacen que mucho de lo que supuestamente sabemos sea en realidad erróneo. Según él, se ha abordado esta campaña solo desde la perspectiva del nivel más alto de mando y desde la de los soldados en la línea del frente, pero mucho menos desde la mecánica de la guerra, esto es, «el nivel de análisis que estudia qué es lo que permite a los bandos mantener sus operaciones y sus objetivos globales –su estrategia– y combatir a un nivel táctico del modo más conveniente a sus objetivos bélicos». Las propias investigaciones y conclusiones de Holland han contribuido a ello. El estudioso, así, defiende el hecho de que existe la tentación, al reflexionar sobre el Día D, «de dar por sentadas buena parte de su planificación, organización y escala. Después de todo, ¿a quién le importan la logística y los cientos de miles de administrativos, estibadores, marineros de la marina mercante y contables?».
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Holland entendió que se nos ha proporcionado la historia del Día D por medio del movimiento de las lanchas y naves de desembarco, con asustados jóvenes a punto de asaltar las playas, pero había mucho, mucho más. En verdad, se trató de una guerra totalmente industrializada, afirmaba, avanzada tecnológicamente, lo cual requería una planificación continua. «No era solo cuestión de adiestrar al número necesario de hombres y de fabricar suficientes fusiles y ametralladoras, sino también de mantenerlos alimentados y apoyarlos con la cantidad necesaria de asistencia médica, combustible, ropa y munición»; y todo esto requería una capacidad de transporte marítimo casi inconcebible.
Así las cosas, Holland exploraba cada decisión, documentaba, con gran tono narrativo, cada lugar donde se produjo algo suficientemente importante para el devenir de la guerra, y llevaba al lector a sitios de paz y armonía donde el mayor de los infiernos podía emerger en un segundo; y así durante dos meses y medio hasta el fin del conflicto. Y ahora repite enfoque y propósito al darnos otra gran investigación, «La Gran Semana» (traducción de Joan Eloi Roca; a la venta el día 16 de septiembre), acerca de una batalla aérea que resultó crucial, de nuevo, para el devenir de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, esta campaña de la Gran Semana fue determinante para la preparación del Día D y lo que acabó constituyendo la liberación de Europa frente a la amenaza de Hitler y su poderosísimo ejército.
«La mayor batalla aérea de la Segunda Guerra Mundial», reza el subtítulo de un libro que empieza con una lista de mapas y diagramas, unas páginas con fotos y datos de los aviones que se usaron –bombarderos y cazas tanto de los Aliados como de la Luftwaffe («había nacido en 1935 y se había erigido en símbolo del nuevo dinamismo militar del Tercer Reich, con nuevos y relucientes aviones de combate, bombarderos y bombarderos en picado»), más un glosario de los protagonistas principales (rangos en febrero de 1944). Todo ello es el prolegómeno al detalle de una fase de la guerra que para Holland está muy olvidada. «Para ambos bandos, fue un momento crucial en la guerra aérea, y esa tercera semana de febrero [de 1944] fue el momento en el que se salvaron los planes aliados para el Día D. En abril, los cielos de Europa Occidental estaban prácticamente despejados y los Aliados disponían de la importantísima superioridad aérea que tanto necesitaban», escribe el autor.
Considerando tal cosa, la llamada Gran Semana merece ser más conocida. Consistió en el lanzamiento, por parte de los bombarderos estadounidenses y británicos, de toneladas de bombas sobre las ciudades y fábricas más relevantes de Alemania, para así debilitar la producción de su industria aeronáutica y militar, tanto de forma diurna (los Estados Unidos) como nocturna (Gran Bretaña). Pero lo más importante es cómo Holland, con un acentuado tono y ritmo narrativos, va mostrando cómo era la cotidianidad de los pilotos, sumamente jóvenes, que tenían el reto de superar el pánico, las temperaturas bajo cero o la claustrofobia que podían sentir dentro de las aeronaves. De esta manera, la vivacidad del relato es continua, al seguir el rastro de un sinfín de nombres propios, tanto militares como civiles, todo lo cual conduce a conocer innumerables historias llenas de valor.
Oficialmente aquella campaña se llamó operación Argument, pero no tardó en conocerse como la «Gran Semana»; en cualquier caso, acabó siendo determinante para destruir centros de producción de la Luftwaffe y, a la vez, hacer que los aviones alemanes sufrieran un gran desgaste que redundó en que los Aliados tuvieras más opciones de victoria a la hora del desembarco de Normandía. En el libro, por ejemplo, se ve el caso de pilotos que más tarde participaron en los enfrentamientos que siguieron sobre Berlín, como Larry Goldstein, que escribió en su diario el 4 de marzo de 1944: «Por fin he salido ileso del avión en mi vigesimoquinta misión. ¡Gracias a Dios!». Regresó, como muchos de sus colegas, a su casa en Norteamérica, mientras que para los combatientes alemanes la suerte fue dispar.
Podemos citar en la tropa germana a Adolf Galland, del que Holland cuenta que volvió a los vuelos operativos en marzo de 1945 y que, «tras sobrevivir al conflicto, se hizo muy amigo de varios de sus antiguos adversarios, tanto británicos como estadounidenses. Después de la guerra, ayudó a los estadounidenses cuando empezaron a entrevistar a antiguos comandantes sobre todos los aspectos del esfuerzo militar germano, asesoró a la Fuerza Aérea Argentina y más tarde dirigió su propio negocio». Por cierto, durante la Gran Semana, los estadounidenses solo perdieron veintiocho cazas; los alemanes, más de quinientos.
Era el colofón de una lucha sin cuartel en el aire, habida cuenta de que el poder aéreo «había sido clave para el crecimiento militar tanto de Gran Bretaña como de Estados Unidos, y una parte fundamental de su estrategia. «Acero y no carne» era el mantra; ambas naciones estaban decididas a utilizar la tecnología moderna y la mecanización para limitar el número de jóvenes enviados al frente». Tal apuesta acabó teniendo réditos positivos, desde luego, pues, en comparación con la Alemania nazi o la Unión Soviética, con sus inmensos ejércitos y «sus ya monstruosas listas de bajas, la estrategia estaba resultando ser notablemente exitosa y eficaz. El poder aéreo había frenado las ambiciones alemanas en 1940, había contribuido a ganar la batalla del Atlántico y había salvado al Octavo Ejército británico en el verano de 1942 cuando se había replegado en retirada hacia la línea de El Alamein en Egipto».
Por lo que respecta a la Luftwaffe, entre sus efectivos tenía «los aullantes bombarderos en picado Stuka y los ágiles, felinos y mortíferos Messerschmitt 109 se contaban entre los principales símbolos de la llamada «blitzkrieg», y habían aportado un nuevo tipo de conmoción y pavor cuando atacaban a sus enemigos». Y sin embargo, eso no bastó para alcanzar el objetivo de dominar Europa e imponer el nacionalsocialismo y la Solución Final, frente a números que en sí mismos son irrebatibles e insuperables en un conflicto armado: y es que las fuerzas aliadas atacaron los principales objetivos de la industria aeronáutica alemana lanzando unas 22.000 toneladas de bombas, 4.000 toneladas más de las que había lanzado sobre Londres la Luftwaffe durante todo el Blitz, que había durado ocho meses.

James Stewart, un actor aviador

A Jimmy Stewart, el famoso actor de cine, lo nombraron oficial de operaciones del 453.er GB, pero siguió en el aire hasta el 1 de julio de 1943, cuenta Holland, cuando lo ascendieron a teniente coronel; «participó en veinte misiones oficiales y en algunas más extraoficiales. Stewart fue condecorado con dos Cruces de Vuelo Distinguido, la primera por su liderazgo el 20 de febrero de 1944; también recibió la Croix de Guerre y la Medalla Aérea con tres Hojas de Roble. Al final de la guerra alcanzó el rango de coronel y comandó brevemente la 2.ª Ala de Combate».

Justo después de esta etapa suya como soldado, reanudó su carrera y protagonizó la celebérrima película «Qué bello es vivir» de Frank Capra, por la que fue candidato a un premio Oscar. Con todo, pese a su regreso al mundo de la interpretación, «permaneció en la Reserva de las Fuerzas Aéreas, sirvió en Vietnam y alcanzó el rango de general de brigada». Murió en 1997, «sin haber perdido nunca el contacto con sus camaradas de los años de la guerra, un periodo del que rara vez hablaba, pero del que se sentía justificadamente orgulloso».