Haruki Murakami, Premio Princesa de Asturias de las Letras
El escritor japonés ha recibido este reconocimiento por «la singularidad de su literatura, su alcance universal, su capacidad para conciliar la tradición japonesa y el legado de la cultura occidental»
En 2017, el Premio Nobel de Literatura galardonó a Kazuo Ishiguro, que nació en 1954 en Japón, pero que había vivido en Inglaterra desde los cinco años y que está considerado por todos o casi todos como un escritor británico. El Premio Princesa de Asturias reconoce ahora la trayectoria literaria de otro autor nipón, Haruki Murakami, un eterno candidato al Nobel (tiene gala, como declaró en una entrevista a «The NewYorker», de que un novelista elegante y con clase nunca habla de sus ex novias ni tampoco del Nobel) y que también está influenciado de una manera abrumadora y evidente por el empuje de la cultura occidental hasta el punto de que algunos críticos y escritores de su país piensan que lo que escribe si bien es literatura, no es estrictamente literatura japonesa.
De hecho, con «Tokio Blues», el libro que hizo que su nombre comenzara a brillar en las listas de ventas como si estuviera escrito con luces de neón, Murakami abandonó su tierra natal y se trasladó a Estados Unidos, cuna de la cultura pop, adjetivo que, en ocasiones, junto al del surrealismo, se le ha aplicado a su obra. Después regresaría, quizá porque no hay viaje de ida sin vuelta, pero, para entonces, ya era una verdadera estrella, uno de esos escritores que suelen despertar admiración entre los lectores, que tiene cola de fans y poseen la insólita capacidad de que las ventas de sus títulos vayan en paralelo con la calidad de su obra y el reconocimiento de los críticos. La prueba de este éxito es un título: «1Q84», una novela de raíz fantástica dividida en tres gruesos volúmenes y que se convirtió en todo un «best seller» en su país.
El jurado del Premio Princesa de Asturias ha justificado su reconocimiento apelando a «la singularidad de su literatura, su alcance universal, su capacidad para conciliar la tradición japonesa y el legado de la cultura occidental en una narrativa ambiciosa e innovadora, que ha sabido expresar algunos de los grandes temas y conflictos de nuestro tiempo: la soledad, la incertidumbre existencial, la deshumanización en las grandes ciudades, el terrorismo, pero también el cuidado del cuerpo o la propia reflexión sobre el quehacer creativo. Su voz, expresada en diferentes géneros, ha llegado a generaciones muy distintas. Haruki Murakami es un gran corredor de fondo de la literatura contemporánea».
Influenciado por autores como Carver, Dostoievski, Dickens, Scott Fitzgerald, Capote o John Irving, Murakami, que a estas alturas puede permitirse el lujazo de elegir qué medio le entrevista, goza de una reputación que le ha permitido frecuentar distintas aguas y corrientes sin ceñirse a ninguna fórmula. Algo que le convierte en un escritor imprevisible, que rechaza etiquetas y collares, que prefiere navegar con libertad. Igual aborda una historia intimista, donde la alienación, el territorio personal y el aislamiento son cruciales, como le da por centrarse en almas que viven en inframundos, cultivar sociedades de acentos futuristas, entrar en el terreno periodístico, como hace en «Underground», una obra que recoge alrededor de sesenta testimonios de las víctimas que sufrieron el ataque terrorista de la secta Verdad Suprema en el metro de Tokio, o incluso recapacitar sobre música, de una enorme trascendencia en él como ha reconocido en más de una ocasión.
Aunque, ha reconocido, jamás se ha sentido cómodo en un estilo realista, él partió de ahí para después bifurcarse una y otra vez a través de una obra llena de ramificaciones. El lector puede encontrar que cultiva con igual desenvoltura el relato, como ocurre en «Sauce ciego, mujer dormida» y «Después del terremoto», por mencionar solo dos ejemplos, como se le encuentra en el ensayo con «Música, solo música» o «De qué hablo cuando hablo de escribir», como en la novela con obras tan celebradas como son «Kafka en la orilla», «Crónica del pájaro que da cuerda al mundo», «Baila, baila, baila», «After Dark» o «La muerte del comendador», dividido también en dos libros y que como el autor reconoció en una entrevista que concedió, inició sin apenas argumento, sin un plan preconcebido, como un capitán que zarpara al mar sin brújula ni tampoco rumbo. Sin embargo, estas páginas reúnen tres asuntos principales en su caso: la soledad, la ópera, ahí está la presencia de «Don Giovanni», de Mozart, y la pintura.
En Murakami, donde lo onírico también tiene un papel principal, es curioso encontrar un librito mínimo, pero importante, que revela bastantes aspectos de su personalidad. Esa obra es «De qué hablo cuando hablo de correr», donde confiesa, o revela, como se prefiera, su afición por la carrera, en especial por el maratón, una disciplina atlética que tiene su origen en la antigua Grecia, en una batalla de semejante nombre. Aquí admite la interrelación que existe entre su escritura y la carrera (también la hay con la música: quizá debajo de todo esto late alguna clase de partitura con compás propio).
En este título habla de la voluntad, que tanto requiere la escritura, de la confianza, que también es otro ingrediente crucial de la literatura, y, por supuesto, de la relación que existe entre cuerpo y mente. Murakami, que fumaba mucho y después lo dejó, admite que se «piensa con todo el cuerpo» y llega a asegurar que «la mayoría de lo que sé sobre escribir lo he ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana». Una costumbre que todavía mantiene. Cada mañana sale a completar un recorrido y saludar a los dos o tres gatos que, como ha dicho en alguna ocasión, le salen al paso y que se han convertido en unos improvisados amigos que le proveen de compañía durante el cumplimiento de esos ajetreados kilómetros. Puede que Murakami no sea un «flâneur», que es una cosa ya muy decimonónica, pero sí desde luego que es un «runner», que es ya una cosa muy siglo XXI. Propio de un escritor contemporáneo.