Rudolf Vrba, cómo fugarse de Auschwitz para denunciar el horror
Jonathan Freedland recoge en una novela de no ficción la vida de un hombre que salió del infierno con una huida de película
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Jonathan Freedland (Reino Unido, 1967) era un chaval, 19 años, cuando vio Shoah. Las entrevistas de Claude Lanzmann le tenían clavado en su asiento, sin poder quitar la mirada de la pantalla; sin embargo, cuenta el escritor y periodista (Guardian, New York Times) que entre todos los testimonios hubo uno que se salía de la norma, el de un tal Rudolf Vrba (1924-2006). Su mensaje y su apariencia contrastaba con la de los demás, «no parecía un superviviente», dice. Sus ojos de adolescente tenían claro lo que era un «superviviente», repite, «parecía que venían de otra era, hablaban checo, alemán o ruso...». Pero, en mitad de esa sucesión de penurias, destacaba la presencia de «una persona de nuestro mundo, que se expresaba en inglés y que vivía en Nueva York», y, para colmo, «hasta tenía sentido del humor». Vrba sonreía, «parecía una persona carismática y me recordaba a Al Pacino en Scarface». Hasta su edad era anómala, «unos 54», apunta.
Freedland había sentido la curiosidad por un hombre que no era un superviviente cualquiera. Detrás de ese rostro de Tony Montana, se encontraba la historia de un hombre que, ni más ni menos, logró escaparse de Auschwitz. Para algunos, fue uno de los primeros judíos en hacerlo: «Hay quien considera que el primero fue uno al que nada más escapar dispararon y murió, y para otros sí fue Vrba porque consiguió hacerlo y seguir vivo, pero como no hay unanimidad, es mejor decir que fue uno de los primeros judíos en escapar», aclara el periodista. En total, no hubo ni diez prisioneros que se fugasen del campo de concentración, «serían unos seis... Y eso ya hizo que fuera interesante esta figura».
Aun así, Vrba todavía escondía muchos secretos para Freedland, ni siquiera su nombre era el mismo con el que nació, pero es que Walter Rosenberg ya no significaba nada bueno para este señor: «Durante su huida, escondido en sótanos y con una orden de arresto, dijo que quería liberarse de su nombre germano, no quería tener ni un rastro de esa nación. Por ellos siempre me he imaginado que le gustaba la idea de empezar de nuevo, como escapando de una vida pasada...».
Son muchas las «respuestas posibles, casi siempre complejas», sobre «Rudi» –como le gusta llamarle al escritor–, y es por todo eso por lo que Jonathan Freedland se lanzó a novelar, en El maestro de la fuga (Planeta), la historia de un hombre que vivió dando de lado al destino. «Hasta cuatro veces se escapó: primero, de su ciudad natal [Topolcany], cuando llegó la orden de deportación; luego, del campo de transición de Nováky; de Auschwitz, por su puesto; y por último, de la Checoslovaquia comunista. Y después están las huidas metafóricas, como la de su matrimonio, su pasado, irse a otro continente, vivir en Vancouver, casi lo más lejos que se podía ir de Auschwitz... Está constantemente escapando», justifica el autor sobre el nombre del libro.
Y es que la vida de Vrba es de novela, pero fue en el campo de concentración nazi en Polonia donde se forjó la leyenda. Su primer paso en Auschwitz, al ver el letrero de «Arbeit macht frei» («El trabajo os hará libres»), «fue de alivio», cuenta Freedland. Acababa de ser deportado desde el campo de Madjanek y sentía que daba un paso al frente en su comodidad. El barro, la suciedad, el frío y las barracas de madera y frágiles parecía que se quedaban atrás en este nuevo destino, con edificios de ladrillo y caminos pavimentados. «Creyó que era un lugar con orden y, como todos los judíos, en ese momento [junio de 1942] no sabía nada sobre la función de Auschwitz». Pero, más allá de esa sensación, «Rudi» tuvo la premonición de que escaparía, como escribió a una de sus hijas en una carta en la que subrayaría la palabra «premonición».
Y así fue, a los dos años de su llegada al campo de exterminio, y tras trabajar en la «rampa» de recibimiento de los trenes («pasó por todos los departamentos menos el de la cámara de gas»), Vrba tenía claro que no se podía quedar allí esperando un milagro, que debía salir para contar al mundo lo que estaba sucediendo. «No tanto para sobrevivir, sino para denunciar el horror», puntualiza Freedland.
Incluso un lugar como Auschwitz tenía una pequeña grieta de seguridad: dividido en un sector interno (barracones) y externo (la zona de trabajo), este último solo se vigilaba de día. En caso de fuga, sí se establecía un control permanente de esta segunda área, pero solo las primeras 72 horas. Si Vrba, junto a un compañero (Alfred Wetzler), lograba permanecer escondido en algún rincón del patio durante esos tres días sin que le descubrieran –hasta escuchar «Postenkette abziehen!»–, «solo» tendría que aprovechar la oscuridad de la noche para salir... Y lo logró a sus 19 años –la misma edad a la que Freedland conoció su historia– en la que no era ni su primera ni última fuga.
A partir de ahí comenzaría su clandestinidad y su lucha por dar a conocer al mundo lo que de verdad estaba ocurriendo dentro de aquel infierno. Así lo recogió en el Informe Vrba-Wetzler, donde se detallaba todo lo visto en sus dos años de paso por Auschwitz.