Opositores de Franco: quedan detenidos
El 26 de noviembre de 1974, en la calle del Segre de Madrid, fueron arrestados Dionisio Ridruejo, Felipe González, Nicolás Redondo
y otros socialistas contrarios al régimen
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Felipe González cerró la puerta tras de sí. Entró al salón de reuniones. Le recibió una nube de humo de cigarro y Antonio García López, dueño de una empresa mercantil llamada Crédito Federal. En aquel despacho se reunía el pequeño grupo de Dionisio Ridruejo. Este poeta había sido falangista, y en una pirueta mágica se había hecho socialista y fundado la Unión Social Demócrata Española, un partido clandestino en la España de Franco. Era el 26 de noviembre de 1974. Estaban en la calle del Segre. A pocos metros se encontraba el Bernabéu y un coche de la Brigada Político Social.
Franco no se moría, y el búnker vivía entre la represión a los opositores de abajo y la permisividad con los dirigentes de la oposición política. Quién sabía si unos meses después, tras la muerte del Generalísimo, alguno de ellos podría llegar a ser ministro o presidente del Gobierno. Los grises esperaban el momento adecuado para entrar y detener a los reunidos. Tenían dos consignas: no pegar a nadie y no arrestar a Joaquín Ruiz-Giménez, que había sido ministro de Educación entre 1951 y 1956, porque sería aumentar la impresión de que aquello se iba al garete. Era mejor esperar a que Ruiz-Giménez se fuera. Sabían de buena tinta que don Joaquín tenía el compromiso de asistir al homenaje de un sacerdote. Cuando le vieran salir, ellos entrarían. En el despacho había socialistas como Nicolás Redondo, Txiki Benegas y el citado González. Era el PSOE renovado, bendecido por la socialdemocracia europea y bien visto por el sector reformista de la dictadura. También había democristianos, que se presentaban como una fuerza futura imbatible porque España era católica y social o nada. Ahí estaban Ruiz-Giménez, Álvarez de Miranda, Jaime Cortezo y uno de los hijos de Gil Robles. No faltaban los hombres de Dionisio Ridruejo, además de Ajuriaguerra del PNV, Antón Cañellas de UDC, y Heribert Barrera de ERC. Con estos socios qué podía salir mal.
La conversación versó sobre planes de movilización de masas invisibles, y la sempiterna agonía de un Franco agarrado a su manual de resistencia. «Si ahora no nos hacemos necesarios para el cambio, después no seremos imprescindibles», dijo González ladeando el puro. Ajuriaguerra insistió en que únicamente estaba interesado en el reconocimiento de la singularidad vasca, y Barrera en demostrar la superioridad racial de los blancos, y entre estos, la de los catalanes. González recordó que en Suresnes defendieron el derecho de autodeterminación. Redondo, de UGT, cortó en seco el desvarío. «Sin la clase obrera no es posible la democracia», sentenció. «Bah –dijo Barrera visiblemente amoscado–, els catalans tenim una diferència biològica…», a lo que siguió un coro de protestas. «Con Alfonso esto sería más divertido», pensó González mientras se recostaba en el sofá de skay, que lo recibió con un solo de pedorreta.
Noche en el calabozo
En la calle hacía frío. Los policías se frotaban las manos, no por la redada inminente, sino para entrar en calor. «A ver si sale el ministro», dijo el sargento, que lucía un bigote a lo Burt Reynolds. «¿Viste al Atleti? –comentó el cabo–. Nos empataron con un gol de penalti de Quini». «Eso no importa, cabo –dijo el imitador de Reynolds–. Fue el último partido de Luis Aragonés, el sabio de Hortaleza. Nunca habrá nadie como Aragonés, que solo piensa en ganar, ganar, ganar y volver a ganar».
En ese momento Ruiz-Giménez salió del portal. «Vamos allá», ordenó el bigotudo. Los policías cruzaron el umbral del portal, subieron las escaleras al trote y tocaron el timbre. «Este es Ruiz–Giménez, que se ha olvidado el pintalabios», bromeó Ridruejo y abrió la puerta. «Están Vds detenidos –anunció el remake de Reynolds–. Ahora mismo me acompañan a la Dirección General de Seguridad». «No nos caben todos –dijo el cabo–. Aquí hay 16 personas, y en la furgoneta solo entran seis». Así que detuvieron a González, Redondo, Ridruejo, Cortezo, Ajuriaguerra y García López. El resto fue llamado a declarar.
Unas sirenas de furgoneta después estaban en la Puerta del Sol, sede entonces de calabozos de pesadilla. Prestaron declaración y pasaron la noche. A la mañana siguiente, tras almorzar según dijeron, repitieron lo mismo al juez del número uno del Tribunal de Orden Público y se fueron a casa. El fiscal pidió 44 años de cárcel para cada uno. Alguien de «arriba» llamó, y el juez escribió que hacían falta más pruebas y se puso a investigar. Y así hasta el día de hoy.