La fecha: 1936. Cinco petroleros de Texaco Oil desembarcaron centenares de barriles de crudo en el puerto de Santa Cruz de Tenerife para abastecer al Ejército de Franco.
Lugar: Madrid. La intervención del célebre presidente de Texaco, el Thorkild Rieber, resultó crucial para que el general Franco pudiese seguir haciendo la guerra en los frentes.
La anécdota. En los tres años que duró la contienda, Franco se aseguró el suministro de más de seis millones de toneladas de petróleo de esta multinacional.
El sector empresarial privado socorrió ya a Franco en 1936, al inicio de la Guerra Civil, cuando cinco petroleros de la Texaco Oil Company, multinacional que tenía concertado el suministro de Campsa, desembarcaron centenares de barriles de crudo en el puerto de Santa Cruz de Tenerife para abastecer al Ejército nacional.
La intervención del célebre presidente de la Texaco Oil Company, el capitán Thorkild Rieber, un antiguo emigrante noruego que llegó a San Francisco de California como grumete de un barco, a finales del siglo XIX, resultó crucial para que el general Franco pudiese seguir haciendo la guerra a sus enconados enemigos. De hecho, en los tres años que duró la contienda civil, los nacionales recibieron más de seis millones de toneladas de petróleo solo de la multinacional norteamericana. ¿Cómo logró Franco asegurarse el suministro de crudo durante toda la guerra...?
En la Biblioteca Nacional se conserva un interesante y desconocido folleto, escrito por José Antonio Álvarez Alonso, antiguo alto ejecutivo de Campsa, titulado «Notas sobre el suministro de petróleo a la España nacional en la Guerra Civil (1936-1939)». Álvarez Alonso narra en primera persona los pormenores de un asunto de sobra conocido entonces por Joseph Patrick Kennedy, el hermano mayor de JFK, futuro presidente de Estados Unidos, que estuvo en España durante la guerra, pero ignorado por el común de los mortales. Incluso hoy se desconocen muchos detalles de cómo se desarrolló este vital suministro de combustible para los intereses de Franco, sin el cual difícilmente éste habría ganado la contienda.
Franco, desde luego, supo agradecer a Rieber sus servicios prestados, concediéndole al término de la guerra la Gran Cruz de Isabel la Católica, que le impuso en Washington el embajador español José Félix de Lequerica. El propio dirigente de Campsa había entablado ya contacto con el capitán Rieber en la refinería de Texaco de Port Arthur (Texas), en septiembre de 1935.
La compañía española le envió allí para inspeccionar los embarques de petróleo, fruto del acuerdo firmado entre ambas sociedades aquel mismo año. Álvarez Alonso tuvo oportunidad de estrechar lazos con Rieber, quien le invitó en noviembre de aquel año a un Congreso del Instituto Americano del Petróleo.
Tras el levantamiento militar del 18 de julio de 1936, Álvarez Alonso fue despedido de Campsa y anduvo errante por Madrid hasta hallar refugio en la Embajada de Cuba, situada entonces en un edificio del madrileño Paseo de la Castellana. Su particular odisea comenzó con su huida a Alicante, donde embarcó en septiembre en un pequeño buque de guerra británico que le condujo hasta Marsella. Una vez allí, telegrafió a la oficina de Texaco en París, a cuyo director, W. M. Brewster, había conocido durante su estancia en Port Arthur. La respuesta fue casi inmediata: Brewster cito a su viejo conocido en París, donde también le aguardaba, impaciente, su buen amigo Rieber.
Los dos dirigentes de la Texaco estaban hechos un lío: por un lado, recibían informes confusos y tendenciosos de los medios de información de que disponían sobre el estallido de la guerra en España; y por otro, leían los telegramas de la Campsa de Madrid, que era la legal, y de la Campsa improvisada en Burgos, en los cuales ambas reclamaban la legitimidad del contrato de suministro vigente.
Álvarez Alonso propuso a sus amigos que la Texaco suministrase petróleo a la España nacional, ofreciéndose él mismo para trasladar su decisión a las autoridades de Burgos, a donde tenía previsto llegar al día siguiente. Rieber, como se sabe, dijo «sí» muy convencido.
Meses después, en enero de 1939, el directivo de Campsa llevó en persona a la oficina de Texaco en París el primer pago comprometido de cien mil dólares. Los petroleros salían de Port Arthur consignados al puerto de Amberes o de Rotterdam, con instrucciones de variar su rumbo a los seis días de navegación, mediante unas órdenes firmadas por Rieber, y de dirigirse a La Coruña y entrar allí de arribada forzosa.
Al generalizarse este tipo de arribadas, las autoridades norteamericanas no tuvieron más remedio que intervenir. Los capitanes de los petroleros fueron entonces expedientados y multados, amenazándoles con la retirada de la licencia. Pero Rieber no dudó en pagar las multas impuestas a sus capitanes. El resultado de todo aquello fue que en la zona nacional jamás faltó una sola gota de «oro líquido» durante los tres años que duró la contienda civil. La guerra no solo se libraba en los frentes, sino también en la retaguardia donde se abastecía de crudo a las tropas nacionales.
DE UNA GUERRA A OTRA AÚN PEOR
Joseph Patrick Kennedy no fue ajeno a la actuación de Rieber al frente de la Texaco. Su aventura en la guerra de España acaparó el interés y la preocupación de su familia. Empezando por su propio padre, quien comentó a una de sus hijas sobre su primogénito y predilecto: «Tu madre se moriría si supiera que “Joe” está ahora en Madrid...».
Pero el destino quiso que «Joe» no muriese en la guerra de España, de donde salió ileso de milagro, sino en otra aún peor: el 2 de agosto de 1944, el avión de bombardeo que pilotaba fue interceptado por el fuego de la FLAK alemana en las costas de Holanda. El valeroso piloto arriesgó esta vez su vida sin fortuna, mientras se disponía a bombardear a baja altura, en una maniobra suicida, las rampas de lanzamiento de las armas «secretas» de Hitler con las que Alemania pretendía castigar a Londres.