Crítica de "El niño": Fernando Aramburu y el pueblo que se quedó sin niños ★★★★
El gran novelista describe el drama y el luto que supusieron la muerte de cincuenta niños por una explosión de gas en 1980
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No es Aramburu un escritor de temas cómodos, ni se regodea en la autoficción, y, menos, en las novelas espejo. Él suele abordar los espacios por cicatrizar para redimirlos del olvido y, si no intentar restañarlos, al menos reinsertarlos en el presente. Para esta nueva entrega del «Gentes vascas» revisita la tragedia de Ortuella (Vizcaya). Aquel 23 de octubre de 1980 quedó grabado por la muerte de 50 niños y 3 adultos tras la explosión accidental de una bolsa de gas propano acumulada bajo el colegio público Marcelino Ugalde. Las principales afectadas fueron las aulas de 1º de EGB, donde recibían clase alumnos de entre 5 y 6 años. El donostiarra explora el sufrimiento de este horror, adentrándose en cada herida, muesca y complejidad psicológica de los afectados. Con su capacidad para llegar a las profundidades de la tragedia, nos sumerge en la historia de una familia destrozada en la que el dolor resuena en cada aspecto de la vida diaria, desde su pasado hasta su presente.
Con una prosa meticulosa, la pluma de Aramburu se desvanece en un retrato emocional de la experiencia humana a través del prisma de una familia marcada por la pérdida de su hijo. María José y José Miguel, junto con el abuelo Nicasio, se ven confrontados con una existencia que se siente incompleta sin la presencia del pequeño Nuco. Como si se tratara de un diálogo, el narrador teje con esmero los fragmentos de una historia que trasciende su propia tragedia, revelando capas inexploradas de la condición humana. En este relato destaca la pertinente ambigüedad de Nicasio, quien se encuentra en un limbo entre la locura y la claridad, y que sostiene un diálogo constante con el niño. Más allá de la mera evocación del recuerdo, Nicasio parece dotar al pequeño de una presencia tangible en la narrativa. Y es que, ante un suceso tan catastrófico, cualquier intento de comprensión racional resulta insuficiente. Con Aramburu solo queda una opción: rendirse ante su ritmo y su sagrado compromiso con la palabra.
Lo mejor:
El diálogo que se produce entre el libro, como sujeto autónomo, y el lector
Lo peor:
Algunas reiteraciones que tampoco tienen la más mínima importancia