Crítica de "Grand Tour": el viaje a ninguna parte ★★★★★

Da la impresión de que “Grand Tour” es una película que se persigue a sí misma, como si temiera que sus imágenes acabaran escapándose para siempre. Por eso repite viajes y escenarios, tomando como excusa un amor que se arrepintió en el último momento, y que huyó generando un relato de búsqueda, una necesidad de respuesta por parte de una novia despechada que, siguiendo las pistas de su prometido, dibuja la cartografía de la propia película, un melodrama exótico, tan romántico como distanciado, en el que Miguel Gomes evoca con más melancolía que ironía la ‘saudade’ de cierta literatura colonial. 

Esta es, en cierto modo, una película dividida como la magnífica “Tabú”, con la que mantiene no pocos puntos de contacto, aunque aquí la división es múltiple, y corresponde a diversos tiempos. Por un lado, está el manierismo clasicista en blanco y negro, inspirado en una novela de Somerset Maugham, y por otro, están las imágenes contemporáneas de las culturas asiáticas que esos personajes de ficción transitaron, como testimonio de un futuro donde las huellas de su ensoñación romántica, que era el fracaso de una conquista, se confundan con la vida de una realidad que tiene voz propia, que tal vez percibe los ecos de ese relato como las visiones intermitentes de un fantasma. 

Y luego, como siempre en Gomes, tan preocupado por los metadiscursos (“Las mil y una noches”, “Diarios de Otsoga”), “Grand Tour” también es, en cierto modo, la crónica de su propio rodaje, que, en sus obstáculos pandémicos, encontró sus formas interrumpidas en un majestuoso viaje entre la ficción y el documental antropológico que nos dice que pasado, presente y futuro son únicamente el espacio imaginario de nuestros deseos. 

El fértil diálogo entre el melodrama de estilo colonial y el documental antropológico contemporáneo.

Que pueda considerarse una secuela demasiado evidente de “Tabú”.