Cannes ovaciona la vuelta de Víctor Erice con "Cerrar los ojos", una emocionante obra testamentaria
Después de 30 años sin rodar un largo, una de las voces más autorales, enigmáticas y talentosas de nuestra cinematografía, cuya ausencia en el festival no ha sorprendido en exceso, presenta su último trabajo fuera de concurso
Creada:
Última actualización:
Víctor Erice no pudo disfrutar de la gran ovación que le dedicó público y prensa en la presentación de «Cerrar los ojos». Alérgico a los boatos del cine, prefirió no viajar a Cannes. Poco después de la proyección, que coincidió en horario con la fiesta del cine español del Mercado del Film, las redes sociales se preguntaban por qué Thierry Frémaux le había negado la mayor, es decir, la sección oficial a concurso. Misterio insondable para la que parece una obra testamentaria, que Erice aprovecha para ajustar cuentas con esas películas inacabadas o imaginadas que jalonan su breve pero deslumbrante trayectoria como cineasta.
Había expectación, claro, por descubrir si Erice –que había clausurado el festival de Cannes en 1983 con «El sur», que ganó el premio del Jurado por «El sol del membrillo» en 1992, que fue miembro del jurado oficial en 2010– estaba, a sus ochenta y dos años, en plena forma. En las últimas tres décadas le habíamos disfrutado en formato corto –«Alumbramiento», «Le morte rouge»– y en sus preciosas epístolas visuales con Abbas Kiarostami, pero echábamos de menos sus largometrajes. La generosidad de los aplausos dictó sentencia.
Buscar una imagen es, también, buscar una identidad esquiva, opaca. En este filme rebosante de fantasmagorías –y, sin embargo, tan discursivo, a veces demasiado para su propio bien– Erice evoca «La promesa de Shanghai», su adaptación de la novela de Juan Marsé abortada a destiempo, a través de una imagen pregnante, la de una hija que un padre quiere recuperar, en un prólogo que es una película dentro de la película. Esa búsqueda resonará en otra, la que emprende Mikel Garay (notable Manolo Solo) para encontrar a Julio (José Coronado), el actor que desapareció sin dejar rastro del rodaje de aquel filme inacabado. Erice entonces se desdobla, en ese director que abandonó el cine, que vive oculto de los focos paseando su callado desencanto, y ese actor que prefirió hacerse invisible, un espectro, un agujero en el presente de todos los que le conocieron, incluida su hija Ana (Ana Torrent).
Es curioso que «Cerrar los ojos», recorrido por la obra de Erice que se forja a través de las ausencias, de los fuera de campo ahora retomados, pero también de sus pasiones cinéfilas (las citas a Von Sternberg y Ray; la escena en la que se canta el tema de «Río Bravo», que arrancó los aplausos del público), sea, en buena parte de su metraje, una película tan hablada: si la poética melancólica de «El espíritu de la colmena» y «El sur» se balanceaba en el poder de la imagen –en la luz, en los fundidos encadenados, en los silencios–, ahora es la palabra la que guía el viaje de Erice, y esa sumisión a lo que se dice es fruto consciente de una decisión, a ratos discutible, que define la condición de contraplano a toda su obra que es el filme.
En la segunda parte de «Cerrar los ojos» Erice también salda una cuenta pendiente, que no es otra que terminar «El Sur», esa otra película que, por problemas de presupuesto, Elías Querejeta dio por acabada a la mitad. En ese viaje el personaje de Mikel Garay parece liberarse de su pasado, o estar más abierto a lo que supone el reencuentro con su memoria, más allá de conversaciones nostálgicas y lamentos personales, y la película se abre con él, respira con más fluidez, oxigena su atmósfera de habitación cerrada, mortecina, replegada sobre sí misma.
No es casual que el círculo se cierre en una sala de cine. La película que Mikel Garay dejó inconclusa se llama «La mirada del adiós», y el tramo final de «Cerrar los ojos», el más emocionante, y el que le da sentido a este filme-compendio, trabaja la relación de la mirada del espectador con las imágenes proyectadas. Una de las escenas más memorables de «El espíritu de la colmena» es el momento en que Ana Torrent reacciona, con un asombro espontáneo, mágico, al «Frankenstein» de James Whale. Esa experiencia de descubrimiento es ahora reinterpretada desde el ejercicio de la memoria: el asombro deja paso al recuerdo, y el espectador tiene la sensación de que todo cuadra. No se trata, pues, de recuperar la inocencia sino de recordarla, y de tener la certeza, mientras escuchamos el sonido de una cola de celuloide sobre una imagen en negro, que el cine está destinado a permanecer en esa perpetua muerte que le amenaza desde hace décadas. Es un momento que, compartido en una sala llena a rebosar en el festival de Cannes, tuvo algo de sagrado, digno colofón a una filmografía extraordinaria.
Wes Anderson ha decidido conceder entrevistas a cuentagotas, en un hotel de lujo a una hora en coche del ruido ensordecedor de Cannes. Esa insularidad, reticente a mezclarse con la vulgar feria del glamour, dice mucho de la evolución de su cine, cada vez más empeñado en encapsularse en una burbuja insonorizada, que solo escucha los ecos de su propia voz. Los colores pastel de “Asteroid City”, a juego con los cielos y la tierra del desierto (el paisaje, aunque irreconocible, es Chinchón), son los de la América de Eisenhower, agujereados por las pruebas atómicas y el miedo a los extraterrestres, pero el comentario social es un daño colateral porque a Anderson el contexto le interesa por su potencial decorativo.
En ese terreno hay pocos cineastas contemporáneos que hayan creado un estilo más reconocible -hasta el extremo de convertirse en meme- aunque el ‘dramatis personae’ de la película, con su interminable desfile de estrellas, es tan extenso que es prácticamente imposible encontrarle un corazón emocional. Hay, sí, un fotógrafo (Jason Schwartzmann), que les explica a sus cuatro hijos que su madre ha muerto, pero esa pérdida se diluye entre científicos y gadgets, entre densos diálogos que saturan las viñetas de Anderson como si fueran concebidas por un Peter Greenaway de línea clara. No es extraño, pues, que el relato principal de “Asteroid City” sea, en realidad, una obra de teatro, cuyo ‘backstage” vemos ocasionalmente en blanco y negro, revelando el artificio del conjunto, aunque el diálogo entre ambos niveles narrativos sea más bien opaco. A veces a las marionetas de Wes Anderson les falta barniz humano.
Todo lo contrario que a Marco Bellocchio, que, en su inquebrantable denuncia de las instituciones de poder, vuelve a hincar el diente a la Iglesia Católica en la notable “Rapito” después de la lejana “En el nombre del padre” y la extraordinaria, kafkiana “La sonrisa de mi madre”. Aquí se trata de dirimir cómo lo humano es aplastado por lo corporativo, siempre por mandato divino. Durante el papado de Pio IX, en 1858, la iglesia secuestra a un niño judío de seis años para convertirlo al catolicismo. La encarnizada lucha de su familia, que dura décadas, para recuperarlo, se topa con la rigidez de un sistema sectario, propio de tiempos de la Inquisición, que se comporta según el principio foucaultiano de las instituciones de control: vigilar y castigar es su lema. La película, de una virulenta intensidad dramática, está contada como una auténtica pesadilla: en nombre de la fe, el catolicismo está dispuesto a convertir la vida de los hombres que disienten con su religión en un infierno en el que la impunidad es ley.
En marzo de este año, la revista “Rolling Stone” publicaba un reportaje sobre “The Idol”, la miniserie de cinco episodios para HBO que Sam Levinson (“Euphoria”) y The Weeknd han creado mano a mano, que denunciaba ambiente tóxico en el rodaje (que provocó el abandono en la dirección de Amy Seimetz), continuas reescrituras de guion y cambios en el equipo, para satisfacer las exigencias narcisistas del cantante, también protagonista masculino. Ayer, después de la presentación de los dos primeros episodios de “The Idol” en Cannes, Levinson afirmaba que, tras leer el reportaje, le dijo a su mujer que tenían entre manos “la serie más importante del verano”.
Y la más escandalosa: la historia de una reina del pop (Lily Ross-Depp) que intenta reincorporarse a la industria de la música después de una crisis depresiva levantará ampollas entre los que creen que “Euphoria” se pasaba de la raya sexualizando el cuerpo femenino. “A veces, para ser revolucionario hay que llevar las cosas demasiado lejos”, admitió Levinson en un alarde de falsa modestia. “Creo que la influencia de la pornografía es muy fuerte en la psique de los jóvenes estadounidenses. Y lo vemos en la música pop y también en Internet”.