Una Berlinale que parece la misma, pero no lo es
Arranca la 73ª edición del festival con una comedia protagonizada por Anne Hathaway y Carla Simón, ganadora del último Oso de Oro por "Alcarràs", en el jurado
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Carlo Chatrian, director artístico de la Berlinale desde junio de 2019, ha definido esta 73ª edición como un “nuevo comienzo”. Un renacimiento que empezó a perfilarse tímidamente en el 2020, pocos días antes de que la pandemia instalara un nuevo orden mundial, que ralentizó esa metamorfosis durante dos ediciones jibarizadas, una on-line y otra presencial pero cercada por los contagios del Covid. Chatrian no se equivoca: el certamen recupera su duración original, la programación lleva por entero su sello, y los bares, los restaurantes, los hoteles, los cines de Berlín, parecen haber sido reformados para la ocasión. La ciudad parece la misma pero distinta. Como el propio festival. Aunque Chatrian asegura que la programación combina la reivindicación de autores consagrados (Philippe Garrel, Rolf de Heer, Christian Petzold) con la apuesta por nuevos cineastas (la mayoría), pesa la sensación de que la Berlinale se está convirtiendo en un nuevo Locarno, festival del que proviene Chatrian.
Por un lado, es encomiable que un certamen de clase A prefiera arriesgarse a jugar sobre seguro, pero, por otro, los grandes nombres brillan por su ausencia, y el cine americano se pasea de puntillas por la alfombra roja, con tantas estrellas como dedos tiene una mano (no contamos a Spielberg, que recibirá el martes un Oso de Oro honorífico). Esa política de programación, que tanto nos benefició el año pasado con “Alcarràs”, puede recompensar otra vez al cine español, representado por “20.000 especies de abejas”, ópera prima de Estíbaliz Urresola, que concursa en la sección oficial, y por “Samsara”, de Lois Patiño, que concursa en la sección Encounters. Lo cierto es que la Berlinale parece empeñada en certificar que algo bueno está ocurriendo en nuestro cine: “Matria”, de Álvaro Gago, y “Sica”, de Carla Subirana, también aparecen en secciones paralelas.
Antes hablábamos de la ausencia de estrellas, aunque la película inaugural, “She Came to Me”, de Rebecca Miller, las tiene. Ahí están Anne Hathaway, Peter Dinklage y Marisa Tomei para cubrir el cupo que Chatrian necesita para acallar las voces que le acusan de dar la espalda a las producciones de Hollywood. Miller, antes escritora que cineasta, partió de uno de sus relatos cortos para estructurar esta fábula coral sobre el amor en tiempos cínicos y descreídos. Cada personaje del filme está atravesando por una crisis de identidad: Steven (Dinklage) es un compositor sumergido en un bloqueo creativo que le impide entregar el libreto de su próxima ópera; Patricia (Hathaway), su esposa, es una terapeuta obsesionada con el orden y la limpieza; Katrina (Tomei) es la capitana de un remolcador que lucha por rehabilitarse de su adicción al sexo y el romance.
Este catálogo de neurosis típicamente neoyorquinas le sirve a Miller para tocar una serie de temas -los prejuicios de clase, la xenofobia, las relaciones sexuales de los menores de edad- que circulan en el debate social contemporáneo, con el fin de demostrar que, en una sociedad urbana que navega a ciegas hundida en la confusión, la desconfianza y el escepticismo, los únicos que parecen tener la respuesta al misterio de la vida son los más jóvenes, que, al fin y al cabo, son los únicos que creen en el amor.
Según Miller, los privilegiados solo pueden encontrar la salvación en los desfavorecidos (almas puras y cándidas) o en la fe divina. No solo da la impresión de que su mirada rezuma la típica condescendencia de la ‘intelligentsia’ urbana sino que la excentricidad de sus personajes siempre está por encima de su supuesta fragilidad. No funciona ni la estratificación cruzada de las distintas subtramas, a menudo forzada por exigencias externas a la lógica del relato, ni el tono, que bascula entre lo cómico y lo melodramático, y nunca acaba de modularse con fluidez. Miller -que cita entre sus influencias la ‘screwball comedy” de los cuarenta; “El apartamento”, de Billy Wilder; el cine de Cassavetes, Hal Ashby y Michael Powell; y la “Giulietta de los espíritus” de Fellini- parece querer entretenernos con las singularidades de sus histriónicas criaturas -el creador con fobia social, la psicóloga que quiere ser monja, el taquígrafo aficionado a participar en dramatizaciones de la Guerra de Secesión- para distraernos de la falta de profundidad de su propuesta, que no supone ni un solo paso adelante respecto a “Las vidas privadas de Pippa Lee” o “Maggie’s Plan”, que también se presentaron en la Berlinale.
¿Kristen Stewart y Carla Simón, compartiendo foto? La protagonista de “Spencer”, que ha trabajado con cineastas como Ang Lee, David Cronenberg y Olivier Assayas y se convirtió ayer en la presidenta del jurado más joven de la historia de la Berlinale, confesó sentirse preparada “para dejarse cambiar por las películas que verá y las personas que conocerá”. Casi tan joven como ella, Simón, que deliberará con Stewart después de haber ganado el Oso de Oro el año pasado por “Alcarràs”. A ellas se les une la actriz iraní Golshifteh Fahrani, la directora alemana Valeska Grisenbach, el cineasta rumano Radu Jude y el director chino Johnnie To.