Julio González reta a Picasso en la Fundación Mapfre
El año Picasso arranca en España con una impresionante muestra que explora los caminos paralelos que recorrieron los dos artistas y profundiza en la colaboración que entablaron entre 1928 y 1932, cuando trabajaron para diseñar el monumento funerario de Guillaume Apollinaire
Creada:
Última actualización:
Julio González era un hombre de docilidades más que de exaltaciones, que conjugaba afinidades izquierdistas con la lectura de la Biblia. Uno de esos genios que España suele dejar correr y a menudo olvida festejar como debería. Cuando falleció, de manera repentina, en Arcueil, el 27 de marzo de 1942, Pablo Picasso acudió a su funeral. En el camino, el pintor reparó en un sillón de bicicleta que sobresalía en la cuneta. Aquella imagen, de evidentes desolaciones y cierto barroquismo contenido, permaneció con él durante la celebración de las exequias. A la vuelta, se dice, detuvo el automóvil en el que viajaba, descendió y recogió la pieza. Con un manillar, convirtió aquel fragmento de herrumbre en una cabeza de toro. Un afortunado rapto de inspiración que le permitió idear una afortunada «vanitas» en homenaje a su amigo.
A Julio González y Pablo Picasso los unió, en una de las colaboraciones de la historia del arte más singulares, una particular empresa: el monumento funerario en honor al poeta Guillaume Apollinaire. Comenzaron a trabajar en su diseño en 1928, pero ya entonces acumulaban a sus espaldas los desencuentros, enfados y ligazones de las amistades más perdurables. Aunque los dos arrastraban en su estilo aritméticas opuestas, ambos provenían de parecidos manantiales creativos. El ambiente que rodeaba Els Quatre Gats de Barcelona, su oposición a la mirada idealizada hacia la modernidad de Rusiñol y Ramón Casas, su afinidad al miserabilismo, una corriente que conjugaba simbolismo y espiritismo, y que mostraba una querencia evidente hacia los ciudadanos que ocupaban los escalones más desfavorecidos de la sociedad. Un resuello, de evidentes acentos políticos, que alentó la pintura azul del malagueño y permeó la pintura del futuro escultor con gitanas y figuras de mujeres desclasadas.
Julio González se deshizo pronto del taller de metalistería de su padre para emprender en París, donde se instaló unos años antes que Picasso. Sus destinos eran dos caminos abocados a cruzarse de manera intermitente. Uno desarrollaría la desestructuración que se había hecho de la pintura, el cubismo, y el otro, acometería desmaterialización de las figuras después de haber aprendido a soldar acero durante los meses que trabajó como empleado en una fábrica de Renault. La admiración mutua que se debían cristalizó en aquellos cuatro años que van desde 1928 hasta 1932. Picasso no sabía trabajar el hierro, pero, como él mismo confesaría, los materiales pesados «en manos de Julio González eran tan dúctiles como la mantequilla».
Rompiendo tópicos
Los dos emprendieron así la elaboración de una serie de esculturas, que partían del diseño de Picasso y que se concretaban en manos de Julio González. Una relación que ahora explica la Fundación Mapfre en «Julio González, Pablo Picasso y la desmaterialización de la escultura», la muestra española que inaugura el año Picasso en nuestro país y el último gran proyecto expositivo que dejó el historiador y comisario Tomás Llorens. El núcleo del recorrido, cuenta con piezas excepcionales, como «Mujer en el jardín» (1930), procedente del Museo Picasso de París, que no cuenta apenas con dibujos preparatorios y la obra más satisfactoria para homenajear a Apollinaire; «La mujer peinándose» (1931), una de las piezas más excepcionales de Julio González y para muchos la efigie fundacional de la escultura del siglo XX; «Gran maternidad» (1931-1932), definido como un «dibujo en el espacio», también de este creador, que supone el culmen de la conceptualización, o, por último, los tanteos para la talla de una nueva «Monserrat» en la que trabajaba Julio González cuando murió y que nunca llegó a completar.
La exhibición aspira a romper algunos lugares comunes. La visita subraya la identidad artística de Julio González, uno de los pocos creadores que sostienen sin resentirse el pulso con Picasso. Defiende que su aprendizaje del cubismo no provino por influencia de su amigo, sino de un cubismo más tardío y de líneas y aspiraciones más puras propugnado por Amédée Ozenfant, Albert Gleizes o Henri Laurens, entre otros, pero también que, a pesar de la estrecha colaboración que entablaron, los dos prosiguieron con sus propias exploraciones artísticas y que siguieron desarrollando sus estilos sin apenas contaminarse mutuamente. Al separarse, de hecho, Julio González proseguiría con su adelgazamiento de masa en las esculturas, una síntesis que conseguiría una nueva mirada original en «Mujer llamada «los tres pliegues», donde el patrón del vestido siluetea el cuerpo de la mujer. Picasso, en cambio, optará por avanzar por un espolón bien distinto, adentrándose en una escultura de mayor relieve y bulto, como puede apreciarse en «Cabeza de mujer» (1931-1932) o «El hombre del cordero» (1943), una respuesta formal al intento de apropiación por parte de los nazis de la escultura clásica.
En donde volverán a coincidir los dos artistas es el impacto de la Guerra Civil española. Sus obras se cargan de pesimismo y dolor, y dan fe de que ni siquiera ellos dos pudieron sustraerse al ruido de las guerras que desencadenarían en Europa a partir de 1936.