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“Venom: habrá matanza”, o el ingenioso hidalgo Tom Hardy

El actor inglés se pone a las órdenes de Andy Serkis para volver a dar vida al simbionte más carismático del Universo Cinematográfico de Marvel
Sony Pictures
La Razón

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En el habla del español popular, ese que según la RAE ya alcanza al 7,5% de la población mundial, se puede «confundir el tocino con la velocidad». La voz, que algunos lingüistas creen nació en la Valladolid castiza, es una de las más desconcertantes para aquellos que se acercan por primera vez a la lengua de Cervantes: se trata de resumir, con ironía, el caos en una mezcla ontológicamente caótica. Algo así es lo que intenta Andy Serkis en «Venom: habrá matanza», la secuela dedicada al simbionte más destructivo y carismático del Universo Cinematográfico de Marvel (UCM), que llega hoy a las salas españolas tras reventar la taquilla en Estados Unidos, con cifras que ya recuerdan a los números que se amasaban antes de la maldita pandemia.
Tom Hardy, aquí la velocidad hecha intérprete y de nuevo ajustado cual guante a las posibilidades digitales que ofrece el personaje de Venom, vuelve a interpretar al sufrido periodista Eddie Brock, que en la primera entrega de la saga se había quedado sin trabajo y sin novia, pero con un alienígena capaz de hacerle inmortal amarrado a las entrañas. Junto a él, o más bien, frente a él, Woody Harrelson se calza la peluca pelirroja que abandonó en la escena post-créditos de la película anterior y se erige como el villano Cletus Kasady, receptor del nuevo «bicho» y santoral del filme: Matanza. Sin tocino, pero con mucha casquería y algún que otro bocadillo de callos, ambos intentarán demostrar que son el simbionte superior destrozando la ciudad de San Francisco a su paso y, ya que están, reivindicando la rareza del cómic original: tan marginal como pueril, tan extraño en el género como exagerado y divertido. Si Veneno fue una escapatoria noventera para Marvel cuando solo hacía cómics, «Venom: habrá matanza» es una especie de alegoría para inadaptados y una celebración de lo socialmente incómodo y desechable.
El simbionte y Sancho Panza
De esta simbólica manera, se entiende que no es casualidad que Serkis —otrora el Gollum de «El señor de los anillos» o el César de «El planeta de los simios», llegue a materializar su empeño trasladando parte de la acción de «Venom: habrá matanza» hasta los pies del molde original de los parias en la ficción: Don Quijote. Junto a la estatua dedicada a Cervantes, el ingenioso hidalgo y Sancho Panza, situada en el parque del Golden Gate, el personaje de Tom Hardy debate con Venom sobre la importancia de las causas perdidas y el apoyo, siempre necesario, de un fiel escudero.
La metáfora, tan de brocha gorda como todo el agradecido metraje —de apenas 97 minutos en un mundo en el que los 130 parecieran exigidos por ley—, bien le sirve al director experto en efectos digitales para hacer que su película respire, aunque no por mucho tiempo, entre pelea y pelea de corte épico. A ello también ayudan las interpretaciones de la siempre excelente Michelle Williams, Naomie Harris o Stephen Graham, que también son catalizadores del propio humor del filme, capaz de reírse de sí mismo justo antes de empezarse a tomar en serio. En «Venom: habrá matanza», no está en juego el futuro de la Humanidad, ni siquiera el de la ciudad, tan solo el del secreto de Eddie Brock y, como mucho, el de su reputación periodística.
Ese viraje emocional, el de una pulsión mucho más adolescente y menos sentida que la de los superhéroes que dependen más de Disney que de Sony Pictures, hace de la nueva entrega del alienígena metamórfico una «rara avis» en el seno del UCM, tal y como fue concebido primero en las grapas. Todd McFarlane, el padre de la criatura en los cómics, quería que Venom fuera todo lo que la ética no nos permite ser: deslenguados, impulsivos, violentos y carnales. De ahí la exageración en el trazo, hipertrofiada y anabolizante en la gran pantalla, y de ahí también la fatalidad misma del personaje, que nació con una fecha de caducidad que solo su popularidad entre los aficionados de Marvel fue capaz de extender en el tiempo. De hecho, Matanza (Carnage, en el inglés original) surgió como una solución de emergencia de la Casa de las Ideas ante la imposibilidad de «matar» a Venom en sus páginas y la necesidad de crearle un antagonista. Como el virus que en realidad es, el simbionte se apropió de las páginas tal y como se apropia de las reglas de un cine, el de los superhéroes, cada vez más lleno de sí mismo y reincidente en la fórmula y el algoritmo de digestión fácil.
Dudas, capas y mallas
Entrar en la epistemología de un divertimento como «Venom: habrá matanza» quizá sea ir demasiado lejos, pero hay algo en el personaje de Tom Hardy, y también en esa ligereza con la que despachan los cadáveres en el nuevo filme, que invita a pensar que otro cine de capas y mallas es posible. No se trata tanto de mover el marco teórico, porque ni esta ni la próxima «Eternals» de Chloé Zhao pretenden hacerlo, si no de revertir las propias normas de un cine que se siente ciertamente marchito una vez el virus, ahora el real, nos ha permitido llenar los cines de nuevo.
¿Pasa la reforma por tomarse menos en serio las cosas, tal y como hizo el terror en los ochenta o la acción en los noventa? ¿Qué límites pondrán los estudios a esta reinvención si no levanta las taquillas de manera inmediata? ¿Dejará el universo «marvelita» de pagar una entrada completa solo por ver una, aquí crucial y reveladora, escena post-créditos? Las preguntas y las dudas del futuro inmediato, por supuesto, caben en una cita de Cervantes: «Más quiero ser malo con esperanza de ser bueno, que bueno con el propósito de ser malo».
Sea como sea, «Venom: habrá matanza» es una película que descoloca por atrevida y empacha por acelerada, con una fotografía y una banda sonora que buscan más atolondrar que epatar y un guion que parece en construcción, bebiendo de los soliloquios más teatrales y de la explicación teórica más infantil. No hay en ella más pretensión que la de entretener y no hay en Serkis una intención más grave que la estrictamente industrial pero, al final, el director consigue que creamos que el tocino es velocidad y que los molinos que se ven a lo lejos, puedan pasar por gigantes.

Andy Serkis, de Gollum a la silla de director

Son muchos los intérpretes, desde Clint Eastwood a Ron Howard, que han encontrado el éxito también detrás de las cámaras. Lo que no es tan habitual, quizá por la novedad del rubro, es que los actores especializados en captura de movimientos digitales, como Andy Serkis, encuentren proyectos de calado en la dirección. Después de ser Gollum o King Kong, el británico parece haber hallado su sitio en la industria del cine. A la experiencia de «Venom: habrá matanza», suma el drama «Una razón para vivir» y «Mowgli: La leyenda de la selva», que se puede ver en Netflix. Su próximo proyecto, eso sí, nos dejará ver más su rostro, como el Alfred del nuevo «The Batman» que prepara Matt Reeves y que contará con Robert Pattinson en el papel protagonista.