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La imparable deriva política de los antivacunas

Estos militantes acosan ahora a los medios. El periodista Federico Jiménez Losantos y el filósofo Antonio Diéguez Lucena nos cuentan quiénes son
Alejandro Martínez VélezEuropa Press

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Fue la semana de «Quillette» y EsRadio. Una horda de luditas cayó sobre la revista de pensamiento y ciencia que dirige Claire Lehman, y sobre la emisora y el periódico «Libertad Digital», comandados por Federico Jiménez Losantos. Recuerda el periodista español que «hay un cuadro célebre, “Campesinos búlgaros huyendo de la vacuna”, una escena que muestra a la gente corriendo porque alguien dijo que ponían organismos enfermos para curarlos, y la idea de que algo enfermo entre en tu cuerpo, aunque sea para curarte, a muchos les provoca un rechazo visceral pero también, al principio racional, porque entonces no se conocía el efecto benéfico de las vacunas. Cuando se conoció, por supuesto, todo el mundo admitió la vacuna igual que los antibióticos. Ahora no tiene ninguna razón de ser. La vacuna del sarampión se calcula que ha salvado a más de 250 millones de niños». Los antagonistas del progreso, convencidos de que las vacunas no son seguras, largaron disparates a cuenta de unas supuestas maquinaciones infernales que sólo existen en sus averiadas cabecitas. En una de las campañas más nauseabundas de los últimos tiempos, acusaron a Losantos poco menos que de provocar la muerte de una compañera, que sufrió un accidente doméstico días después de vacunarse.
Dejando de lado los problemas de esta gente para distinguir entre correlación y causalidad, también fue atacado por preguntar al líder de Vox si estaba o no vacunado. Una cuestión pertinente en un país con más de 100.000 muertos por culpa del Covid. En una carta a los lectores, Lehman explica que la posición de la revista respecto a las vacunas les ha valido las críticas más furibundas de su historia. Pero «apoyar la corriente científica dominante sobre las vacunas no es diferente de apoyar la corriente científica dominante sobre las diferencias psicológicas entre los sexos, o la corriente científica dominante sobre la inteligencia».
Preguntado por los movimientos antivacunas, el profesor Antonio Diéguez Lucena, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga, al que debemos libros como «Transhumanismo», comenta que las pseudociencias y actitudes anticientíficas han conocido «un auge agudo en países con alto nivel científico y técnico. Esto sugiere que no es un asunto de ignorancia, como se pensaba». «Es frecuente», añade, «que los líderes de estos movimientos, incluyendo a los antivacunas, tengan conocimientos científicos superiores a la media de la población, e incluso ellos sean científicos, aunque no de la especialidad sobre la cual aplican su discurso negacionista».
Ciencia y poder
Uno de los factores clave ha sido la «percepción creciente de las conexiones estrechas que desde la Segunda Guerra Mundial se han establecido entre la ciencia y el poder político». Y es que «la tecnociencia requiere para su desarrollo una potente financiación, pública o privada, y esto ha hecho creer a muchas personas con preferencias políticas extremas, tanto en la izquierda como en la derecha, que la investigación científica y técnica se mueve por estos intereses de poder y, por tanto, ya no es fiable».
Respecto a las explicaciones más delirantes y sus adeptos, el autor de «Lo que queda de España» añade que existe «una conspiración que es la de los resentidos y mediocres que reaccionan frente al éxito, pero más allá de eso se trata de un fenómeno a nivel mundial, en Estados Unidos, en Australia... La revista “Quillette”, por ejemplo, ha dicho que nunca habían tenido una campaña en contra como la de las vacunas. Y Macarena Olona me contaba el otro día que nunca había tenido una campaña tan brutal, como cuando se vacunó. Tiene un niño de un año. ¡Cómo no se va a vacunar!». «Negar la autoridad epistémica de la ciencia» reflexiona Diéguez «es para estas personas una forma de enfrentarse al poder establecido. Consideran, de una forma injusta, que, puesto que la investigación requiere una fuerte financiación, su objetivo es complacer a los que están en el poder y pueden garantizar esa financiación. Aprovechan los casos conocidos de errores biomédicos. Predomina una actitud arrogante con respecto a la comunidad científica y al conocimiento científico en general. Piensan que ellos están mejor informados, que manejan una información que se pretende ocultar al resto de la población para tenerlos controlados. En ese sentido, suelen partir de ideas conspiranoicas, que tan fácil acogida tienen en las redes sociales. Están convencidos de que son los únicos defensores de la libertad. Hay un victimismo reconfortante por parte de quienes se sienten arropados al pertenecer a un grupo que se considera resistente frente a las mentiras que los demás han creído con docilidad. La pandemia ha sido una oportunidad para que algunas personas situadas en los márgenes de la heterodoxia se conozcan a través de las redes sociales y formen comunidades e incluso grupos de amigos que quedan para reforzarse mutuamente. Y, por supuesto, hay también aprovechados que utilizan la popularidad de estas ideas contrarias a la actitud científica para darse a conocer en las redes o hacer negocio con ello, llegando a vender productos pseudocientíficos como alternativa a las vacunas, Diéguez considera que «rechazar la vacunación no solo pone en riesgo la vida del que lo hace, sino la vida de los demás. Pensar que sólo el tiempo nos dirá si estas vacunas dan problemas o no es desconfiar de los estudios que muestran que los efectos secundarios son improbables y menores que los de otros medicamentos que nadie cuestiona». Siendo cierto que los riesgos a largo plazo podrían existir, explica que «no hay indicios de que la probabilidad de que aparezcan sea mayor que con otras vacunas».
Esnobismo cretinoide
En cuanto a la posibilidad de que la vacunación fuera obligatoria, Losantos explica que «no puedes obligar a vacunar en las empresas, pero alguien como un sanitario tiene la obligación de vacunarse, y las personas que atienden al público deben vacunarse. Y los políticos tienen la obligación moral de decir lo que hacen. En España han muerto 140.000 personas. Sin vacuna hablaríamos de un millón de muertos. Ante el esnobismo ridículo, medio nazi y cretinoide, los políticos tienen la obligación de decir lo que piensan. Si creen que la vacuna es mala, que digan por qué, y si están posando para quedar bien con los extremistas, que lo digan».
Preguntado respecto a la posible vacunación obligatoria, el profesor Diéguez tercia que no es partidario, «excepto en situaciones extremas, que por el momento no se han dado, porque puede ser contraproducente. La obligatoriedad probablemente haría aumentar la resistencia de los indecisos a vacunarse, puesto que pensarían que algo debe haber de malo en las vacunas cuando las imponen desde arriba». Finalmente, «un principio de la bioética es el respeto a la autonomía de los individuos. No obstante, el debate bioético sobre esta cuestión está abierto. Incluso si la proporción de antivacunas es alta habría en principio que intentar, antes de obligar a la vacunación, lanzar campañas publicitarias que pudieran persuadir a una parte de los reacios». Según el profesor, «lo que hace cambiar de opinión a los antivacunas (los que no son ya irrecuperables) es que personas cualificadas y en las que confían, como sus médicos de cabecera, les proporcionen buena información y les hagan ver de forma respetuosa y argumentada que están en un error». Como zanja Lehman, «cuestionar los modelos epidemiológicos es una cosa, pero negar las pruebas de los ECA con decenas de miles de participantes es similar a argumentar que la Tierra es plana».