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Rock and roll: sexo, drogas y querellas

Las acusaciones contra Dylan después de más de 50 años, o la querella del bebé de «Nevermind», anuncian nuevas instrumentalizaciones de causas justas para el propio beneficio...
La Razon

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A veces, las mejores intenciones tienen las consecuencias más funestas. Atropellos provocados, con la mejor de las voluntades, por iniciativas que parecían, a priori, irreprochables. Nada como las secuelas brutales del MeToo, rico en cadáveres, para ilustrar este fenómeno. Y ningún terreno aparece más abonado para las iniquidades de los buscavidas que el del arte, tradicionalmente refractario a las convenciones morales de una mayoría siempre ávida de desclasificar y censurar las costumbres sexuales del prójimo. En el caso del rock, que vivía de burlar las buenas maneras, propulsado por su afán de sexo y drogas, cabe esperar una avalancha de bulos, acusaciones, escándalos y castigos. De finales de los cincuenta en adelante los músicos operaron en una suerte de territorio comanche, dotados de una envidiable patente de corso para esas lides. El malditismo gozaba de gran prestigio y las bacanales de todo tipo, muchas veces infladas por los propios departamentos de publicidad, esculpieron la imagen de algunos músicos como verdaderos atletas sexuales, a mitad de camino del pirata, el bandido generoso y el vampiro.
Es célebre la caída en desgracia de Jerry Lee Lewis, pionero del rock and roll y músico arrollador, brutalmente boicoteado con 22 años, cuando los medios de la época descubrieron que había contraído matrimonio con su prima de 13. Aunque mantuvo una carrera de muchas décadas y ha publicado discos fenomenales, «The Killer», «El Asesino», quedó apeado de la pelea por el trono del nuevo género, monopolizado por su compañero de quinta, Elvis Presley. Lo que nadie podía imaginar es que el mismo puritanismo que el rock tanto ayudó a laminar volvería para tomarse la revancha en el siglo XXI.
Vean si no el caso de Nirvana y su disco icónico, «Nevermind», de 1991, el de la legendaria portada del bebé en una piscina, desnudito, persiguiendo un billete de veinte dólares. El crío, que ya anda hoy por sus 30 y responde al nombre de Spencer Elden, reclama 150.000 dólares a 15 personas implicadas en la creación de la obra. Incluida la viuda de Kurt Cobain, Courtney Love, los dos miembros supervivientes de Nirvana, David Grohl y Krist Novoselic, y el autor de la fotografía, Kirk Weddel, amigo de los padres de Elden. Además, pide otros 150.000 dólares a la compañía de discos, Geffen Records. En su denuncia, presentada en California, expone que «los acusados produjeron, poseyeron y publicitaron a sabiendas pornografía infantil comercial en la que aparece Spencer, y recibieron beneficios a sabiendas». Durante años, el atribulado demandante no dudó en fotografiarse emulando la pose de la ya mítica portada, bien es cierto que, con bañador, a fin de celebrar los sucesivos aniversarios del disco para Rolling Stone o la MTV. No parecía entonces demasiado traumatizado. Pues bien, la fotografía, la original, le habría provocado un daño permanente, responsable de que el chaval haya «perdido de por vida la capacidad para generar ingresos». O sea, que nunca ha sido capaz de mantener un trabajo y la culpa, qué cosas, es de «Nevermind», después de que decenas de millones de personas lo hayan visto con cuatro meses en pelotas.
La denuncia contra Nirvana no es la primera ni la más desquiciada. Cabe recordar que en 2019 Peter Yarrow, legendario miembro del trío de folk Peter, Paul and Mary, fue apeado de la programación de un festival, el Colorscape Chenango Arts Festival, después de trascender que, en 1969, cincuenta años atrás, había abierto desnudo la puerta de la habitación de su hotel a dos seguidoras, dos hermanas, de 14 y 17 que se habían acercado hasta allí para conseguir un autógrafo. En su momento, Yarrow fue acusado de comportamiento indecente y condenado a tres meses de cárcel. Doce años más tarde, en 1981, fue indultado por el entonces presidente, el demócrata Jimmy Carter. Pero en los días del MeToo las culpas, algunas reales y otras imaginarias, atraviesan océanos de tiempo, como el vampiro de Stoker, inventariando pecados propios y ajenos, y reclamando acciones más allá del mismísimo Código Penal.
La presunción de inocencia corre peligro, las lapidaciones mediáticas gozan de estupenda salud, las redes sociales son ya el cenagal inmundo donde la masa desova sus odios y el derecho al honor languidece carbonizado, baratija de otro tiempo que conviene abolir en nombre de la justicia. Una que no necesita más prueba que el propio sentir que algo es así.
Quizá ningún lance haya sido más polémico, ni sorprendente, en los últimos meses que la acusación formulada por una mujer de 68 años contra Bob Dylan. Sostiene que el mito abusó de ella durante cuatro meses en 1965, cuando tenía 12 años. Según la denuncia, «Bob Dylan, en un periodo de seis semanas entre abril y mayo de 1965, se hizo amigo y estableció una conexión emocional con la denunciante», abusando «sexualmente» ayudándose de «drogas, alcohol y amenazas de violencia física». A consecuencia de los supuestos abusos la demandante habría sufrido daños emocionales y psicológicos de por vida. Como el pequeño Spencer Elden. Resulta previsible imaginar que reclama por ello millones de dólares en concepto de reparación. El problema, en este caso y para ella, es que conocemos con gran detalle los lugares por los que pululaba Dylan en aquellos días, inmerso en su periodo artístico más fructífero y documentado.
Desde Contracultura hemos hablado con el escritor Clinton Heylin, posiblemente el biógrafo y estudioso más reputado de Bob Dylan. Heylin ha dedicado ocho libros al músico, incluido el monumental «Behind the shades», y el reciente, e igualmente exhaustivo, «The double life of Bob Dylan: A restless, hungry feeling», que, precisamente, abarca el periodo de la denuncia. En su opinión, «estas extraordinarias afirmaciones no tienen absolutamente ningún sentido. El único período que Dylan pasó en serio en el Hotel Chelsea fue cuando estuvo con Sara en el otoño de 1965 y en el invierno de 1966, todo lo cual está bien documentado, al igual que el hecho de que Dylan estuvo en Europa durante seis de las nueve semanas en abril y mayo de 1965, cuando se produjo el presunto abuso. Durante las otras tres semanas tenemos buena evidencia documental, parte de ella en los archivos de Tulsa, de que Dylan estuvo en Woodstock y en la costa oeste durante gran parte de ese tiempo».

24 horas pegado a Dylan

Por si fuera poco, en aquellos días, el director de cine D. A. Pennebaker fue sombra las 24 horas del día, inmerso en la grabación del documental, hoy clásico, «Don’t look back», que registra su gira en Reino Unido. Heylin no ha dudado en ofrecerse a testificar en favor de Dylan, suponiendo que el caso llegara a juicio. «Pero», añade, «no imagino ni por un segundo que acabe en un juicio. Ningún juez, ni siquiera un juez estadounidense, entenderá que ahí hay un caso». Es posible. También es cierto que el prestigio de Bob, el culto eterno a su magmática e inagotable obra, parece protegerlo. Aunque eso, hoy en día, no parece ser suficiente para asegurar la salvaguarda a nadie. No hay más que echar un vistazo a lo ocurrido en nuestro país con Plácido Domingo.
Hasta ahora, y después de toda una vida analizada, glosada, admirada y estudiada en cientos de libros, nadie había ni siquiera insinuado algo apenas remotamente parecido sobre Dylan. Pero como tristemente demuestra lo acontecido con Woody Allen, destruido por una demanda a todas luces maligna, descartada al cien por cien por los investigadores y el juez, no conviene subestimar el poder de los embustes ni la disposición de muchos a tomar partido y condenar a un hombre sin más idea respecto de los hechos que la que pueda derivarse de sus intuiciones, prejuicios y sesgos.