La enfermera cubana del Príncipe de Asturias
El matrimonio de Alfonso de Borbón y Battenberg con Edelmira Sampedro supuso un terremoto en la Familia Real
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Mientras la Familia Real vivía exiliada en Fontainebleau, el estado de salud de Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito de Alfonso XIII y como tal Príncipe de Asturias, le obligó a retirarse a una clínica del barrio de Neuilly acompañado por su fiel doctor Carlos Elósegui. El Príncipe era hemofílico y, como tal, el riego sanguíneo demasiado líquido agravaba su salud ante la menor contusión. Poco después, Alfonso fue ingresado en un sanatorio de Leysin, cerca de Lausana, en Suiza. Fue allí donde conoció a una señorita cubana que le sorbió el seso. Se llamaba Edelmira Sampedro. Era morena, de exquisitas proporciones, con labios gruesos y una mirada de azabache, profunda y luminosa. Procedía de una familia enriquecida gracias al negocio de la caña de azúcar. Se había instalado con su madre y una hermana en un chalet próximo al sanatorio a fin de corregir ciertas anomalías que le impedían respirar con normalidad, aunque, según varios testigos, Edelmira estaba más sana que un roble.
Pronto, la dulce y melosa cubana se convirtió en una especie de solícita enfermera para Alfonso, a quien el Príncipe declaró abiertamente su amor, pidiéndola que se casase con él. La noticia fue motivo de gran alborozo para los Sampedro, que veían así el gran sueño cumplido de emparentarse nada menos que con la Familia Real española. Pero, como era lógico, motivó en cambio el rechazo de Alfonso XIII, quien, por más que lo intentó, fue incapaz de disuadir a su primogénito para que no cometiera aquella terrible torpeza que rompía con las normas tradicionales de la Casa Real española al exigir de él que celebrase un matrimonio dentro del círculo de la realeza.
En consecuencia, Alfonso XIII reclamó a su hijo la preceptiva renuncia a sus derechos dinásticos, por sí y por todos sus descendientes. Obedeció sin rechistar y el 11 de junio de 1933 suscribió una carta en Lausana en la que se apartaba de la sucesión al trono. La carta desposeyó del título de Príncipe de Asturias a Alfonso, que contaba 26 años y que adoptó el de conde de Covadonga. Su boda con Edelmira se celebró el 21 de junio en la parroquia de Ouchy, en Lausana, con la ausencia de Alfonso XIII. La reina Victoria Eugenia sí acudió, en cambio, acompañada por sus hijas Beatriz y María Cristina.
Los recién casados se instalaron en la habitación 426 del Hotel París, en la capital francesa, donde fueron entrevistados por el periodista José María Carretero. A juzgar por sus declaraciones, parecían una pareja de tórtolos. Carretero describía así un momento entrañable: “Y el Príncipe [en realidad ya no lo era, tras su renuncia], con el gesto alegre de un niño que exhibe una habilidad, empieza a recorrer la habitación, dando zancadas firmes... “Bueno, Alfonso, siéntate. ¡Ya está bien!”, le reconviene cariñosamente su esposa. Vuelve a tomar asiento, y mirando con deleite a la bella dama, dice: “Mi mujer no solo me ha traído la felicidad, sino también la salud. Desde que la conocí mejoré extraordinariamente. Ha sido para mí como un hada buena”».
Sola hacia Cuba
Pero cinco meses después, el idílico romance descrito por Carretero se resquebrajó sin remedio. Los problemas económicos desunieron a la pareja, que cayó en manos de sinvergüenzas de la jet de la época; de auténticos aduladores que se jactaban de alternar con un príncipe real al que empujaban a gastar sin medida. Por si fuera poco, enojado por la boda, Alfonso XIII había reducido la pensión a su primogénito de 15.000 a 5.000 francos.
El resultado fue que un día Edelmira, a la que apodaban «La Puchunga» en la Familia Real, partió sola hacia su Cuba natal tras declarar con pasmosa frescura: «Alfonso y yo estamos de acuerdo para esta separación que será como un ensayo. Después veremos qué pasa...».
Pero la verdad era muy distinta: la meliflua y servicial enfermera no resultó ser tal. Edelmira abandonó a su marido hemofílico en el hotel. El desdichado Alfonso confesó luego lo sucedido: «Edelmira se ha marchado, se ha ido. Anteayer tuve que meterme en cama después de recibir un golpe en la rodilla, estando en un taxi. Hemos discutido porque ella quería acudir a una recepción a la que había comprometido nuestra asistencia. Ha insistido para que me levantase y fuese, cosa que me resultaba materialmente imposible… Me ha contestado que no se había casado conmigo para actuar como una enfermera perpetua y que se marchaba con los suyos», se lamentó, entre sollozos, el «príncipe de cristal».