Anna Starobinets, el último cuento de terror ruso
La escritora sostiene que «la psiquiatría y la medicina rusa adolece de una falta de humanidad y de respeto hacia el paciente»
Anna Starobinets comienza su relato memorialista con una frase digna de las mejores novelas: «Una cosa es inventar historias de miedo y otra muy distinta es convertirse en la protagonista de un cuento de terror». En 2012, durante una revisión médica, una ecografía reveló que el hijo que esperaba tenía una malformación y no sobreviviría más allá de unas horas o unos días a su nacimiento. En ese momento estaba embarazada de dieciséis semanas y, a las interrogantes, dudas y temores lógicos que en un instante así se agolpan en el pensamiento, se añadía la soledad ante una estructura sanitaria encarnada en una serie de profesionales indiferentes a sus problemas y que arrastran consigo una evidente falta de sensibilidad. «No es tanto un libro que hable del sistema ruso, sino un texto en favor de la humanidad y del respeto, algo de lo que sí adolece la medicina y la psiquiatría rusa. No lo he escrito solo para aquellos que son capaces de mantenerse fuertes en situaciones adversas, sino para los que se enfrentan a situaciones difíciles sin herramientas. Resulta curioso cómo hemos heredado ciertos términos médicos de la época soviética, pienso en “psiquiatría punitiva”. La ginecología también ha asimilado ese carácter, por decirlo de alguna manera, “soviético”».
«Tienes que mirar», que edita impedimenta y que es un testimonio aterrador, duro y, al mismo tiempo, adictivo, supone el amargo peregrinar de la autora buscando segundas opiniones y recomendaciones por diferentes hospitales, soltando siempre por delante una apreciable suma de dinero, y unos facultativos incapaces de mostrar una mínima cortesía hacia los pacientes. «Son muchas las motivaciones por las que se comportan así: desde lo escaso de sus salarios, pasando por el agotamiento físico y mental hasta la falta de una normativa ética a la hora de comunicarse con los pacientes. Esto último no consta en los programas universitarios de medicina rusa como asignatura, por lo que todo el mundo emite sus juicios y actúa según las ideas que tenga sobre lo que está bien y lo que está mal. También dependiendo de su estado de ánimo».
–¿Hay algo de la vieja URSS en esta actitud?
–Absolutamente.
–Da la impresión de que las mujeres están solas ante un problema como el suyo.
–Efectivamente. Si el embarazo de una mujer es monitorizado por una clínica privada, y dicho embarazo no se sale de la norma, es decir, se trata de un embarazo seguro, es posible que esa persona nunca se enfrente a la realidad que impera durante las complicaciones y que se resumen en la frase: «Si algo sale mal, es culpa de la mujer». En el primer caso, «la mami» irá a ver al agradable y amable doctor acompañada de su pareja. Él estará en el parto y podrá realizar el simbólico corte del cordón umbilical –lo que pasó cuando di a luz a mi hija mayor–. Pero tan pronto como surge un problema grave, como cualquier otro tipo de patología en el desarrollo del feto, el carruaje se convierte en calabaza al momento, a la mujer se la empuja hasta el consultorio médico estatal soviético de hace cincuenta años, se la sienta en una silla ginecológica y la abren las piernas. El sentimiento de abandono es absolutamente devastador.
-¿Hay mucho machismo en Rusia?
En las grandes ciudades como Moscú, puede pasar inadvertido. Pero en la periferia sí, sin ninguna duda. Igualmente, si adoptásemos una vista algo más panorámica, «luchar contra el sexismo» parece ya desde Occidente una batalla inútil, perdida.
-En la novela paga los médicos. Es extraño leerlo cuando se conoce la historia de su país.
-Tenemos dos sistemas que funcionan en paralelo. Por un lado, la medicina pública gratuita, a la que es mejor no acercarse si una tiene cierto aprecio por su salud y por su vida; por el otro, la sanidad de pago, cuya calidad depende de lo que se esté dispuesto a poner encima de la mesa. Es una cuestión económica. La mística o el embrujo del dinero desaparece cuando llegan los problemas. Hay un abismo entre el servicio europeo y el infierno soviético.
-¿Escribir este libro sirvió de algo?
-No lo pensé como algo que me ayudase a mí, sino como algo que pudiese ayudar a los demás. Aquellos que no pueden permitirse la vía de escape alemana. Experimenté, en un momento determinado, un sentimiento muy fuerte, sentí una especie de obligación social: existía un enorme problema no solo desconocido, sino además silenciado. Así que ahí estaba yo frente al desastre, lo que hice fue convertir palabras en oraciones, oraciones en capítulos y aprovechar mi profesión de escritora y periodista, así como el cierto estatus público del que dispongo para hacerlo. Me dije a mí misma: ¿por qué no? Tras la publicación del libro, hubo algunas modificaciones en el sistema médico. La corta vida intrauterina de 20 semanas de mi hijo provocó un cambio, y uno bastante grande.
Starobinets comenzó un largo periplo con parada final en Berlín para abortar. Después vino una dura recuperación psicológica no exenta de estremecedores instantes. El paso más duro fue mirar al hijo muerto. Todos insistieron en que se despidiera de él porque habían constatado que era mejor para la recuperación de la madre. «Fue lo más duro», reconoce. El libro, de una generosa franqueza, brutal en la sinceridad, levantó una honda polémica en Rusia al sacar un tema tabú: el aborto avanzado y las consecuencias para las mujeres de perder un hijo. «No es el relato de un embarazo fallido o un sistema médico completamente obsoleto…O un libro para mamás o mujeres. Es para todo el que decida leer acerca de la humanidad, la compasión y la soledad. Es sobre la autodestrucción y renacer; el amor y de cómo no silenciar la tristeza. Muchos hombres que lo leyeron entendieron mejor a sus mujeres, las situaciones en las que se equivocaron a la hora de acompañarlas y de empatizar con sus esposas. Había mucho silencio en ellas».