Furia y sangre: las lecciones de la Comuna de París
Mañana se cumple el 150 aniversario del levantamiento del pueblo francés contra el Gobierno. Un suceso que marcó la historia, pervive en la memoria y nos recuerda qué sucede cuando hay hambre, desgobierno y la política falla
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«El Comité Central otorga sus poderes a la Comuna –comenzó Gabriel Ranvier, uno de los dirigentes del movimiento revolucionario–. Ciudadanos, mi corazón rebosante de alegría me impide pronunciar un discurso. Permítanme sólo glorificar al Pueblo de París por el gran ejemplo que acaba de dar al mundo.
–¡En nombre del pueblo, queda proclamada la Comuna!
Un eco de miles de voces formado por las vidas de doscientos mil pechos, responde:
–¡Viva la Comuna!!
Era el 18 de marzo de 1871, hace 150 años, según describe con prosa emocionada el periodista Prosper Olivier Lissagaray, en su obra «Historia de la Comuna de París de 1871», que acaba de editar Capitán Swing. Aquel dramático momento histórico se produjo tras una concatenación de acontecimientos desastrosos para la Francia del último tercio del siglo XIX.
El presidente de la Segunda República, Luis Napoleón, sobrino del emperador Napoleón Bonaparte, dio un golpe de Estado en 1852, disolviendo la Asamblea y convocando un plebiscito que votó el Imperio, proclamado el 2 de diciembre. Su primera década en el poder le fue muy favorable: la censura y la policía silenciaron a la oposición mientras el país estaba en calma gracias a la bonanza económica y a los éxitos exteriores: asentamiento en Argelia y Senegal, China le abre los puertos, se establece en el Sureste asiático gracias a expedición a la Conchinchina, con la gregaria aprobación española, apoyo a la independencia italiana contra Austria y, luego, protección al Papa contra la recién nacida Italia que pretendía convertir Roma en su capital. Nada parecía poner coto al fulgor imperial.
Pero en la siguiente década llegaron las vacas flacas: Guerra de Crimea (larga, cara y sin brillo), inútil pretensión en Ecuador, intervención en México (derrota francesa y fusilamiento en Querétaro de Maximiliano, el protegido de París). Y, sobre todo «la cuestión romana», avispero en el que se encontró ante los intereses italianos, las pretensiones materiales y políticas de Pío IX, los costes políticos y económicos de una guarnición en Roma y las presiones de los católicos franceses en apoyo del papa.
A los reveses exteriores se unió la crisis económica y las demandas sociales, que forzaron concesiones como los derechos de huelga, asociación y reunión y la supresión de la censura previa. En ese período de recortes del autoritarismo y del poder imperial llegó a París el joven periodista Prosper-Olivier Lissagaray, que comenzó a abrirse camino al socaire de las mayores libertades y del creciente empuje socialista.
Mal cálculo político
Pero continuarían los reveses exteriores. Napoleón III leyó mal la situación tras el fulgurante fortalecimiento prusiano acosta de Dinamarca y de Austria. Hubiera podido frenar a Bismarck cuando los ejércitos prusianos se reponían de dos guerras, pero opinó que Francia no estaba en condiciones de enfrentarse a Prusia; sin embargo, en 1870, cuando Prusia ya se había recuperado, se opuso a que se acercara al noreste de Francia con la incorporando a su proyecto unitario de los estados del sur: los reinos de Baviera y Wurtemberg y el Gran ducado de Baden. La tensión se precipitó con las diferencias franco-prusianas respecto a quién debería reinar España tras el exilio y posterior abdicación de Isabel II.
El 19 de julio de 1870, Napoleón III declaró la guerra a Prusia, que obtuvo una victoria fulgurante. Aplastó a las mal situadas y mandadas fuerzas francesas en Gravelotte (19 de agosto) y Sedán (1 y 2 de septiembre) donde fue capturado el propio emperador, y asedió al mariscal Bazaine en Metz. La guerra estaba perdida y Napoleón III se rindió, pero la capitulación no fue aceptada por Francia, que siguió luchando incluso cuando los prusianos cercaron París el 19 de septiembre 1870.
Lissagaray describe la angustia de París: «El 30 por la mañana nos sorprenden y aplastan en Beaumont y, por la noche, MacMahon empuja a las tropas desbandadas al hueco de Sedán. El 1 de septiembre, por la mañana, estas se ven rodeadas por doscientos mil alemanes y setecientos cañones. Napoleón III sólo desenvaina su espada para entregársela al rey de Prusia. El día 2, toda la tropa cae prisionera…».
La defensa de París fue encarnizada y los alemanes no quisieron dejarse la piel en tomarla sabiendo que, al final, caería como fruta madura. En diciembre: «El hambre arreciaba cada vez más fuerte y la carne de caballo se convirtió en una exquisitez. La gente devoraba perros, gatos y ratas. Las mujeres buscaban una ración de náufrago durante horas con un frío de 17º bajo cero o entre el barro del deshielo (…) los pequeños morían pegados a los pechos exhaustos de sus madres. La madera valía su peso en oro y los pobres sólo podían calentarse con los despachos de Gambetta que anunciaban victorias en provincias…».
En efecto, mientras París agonizaba el «Gobierno de Defensa Nacional», refugiado en Tours, alentaba la resistencia con exageraciones de pequeños éxitos, tanto que el prusiano Guillermo I pudo viajar tranquilamente hasta Versalles, fijar su residencia en el Palacio Real y, el 18 de enero, para mayor escarnio, presidir en su Salón de los Espejos la proclamación del Imperio alemán. La guerra había concluido y el Gobierno provisional firmó el tratado de paz el 28 de enero. Extraordinario triunfo alemán: comenzó la guerra como reino y la terminó como Imperio y con la propina de Alsacia y Lorena en su territorio. El 1 de marzo los alemanes desfilaron por París. «La bandera negra –dice Lissagaray–que ondeaba en las casas, las calles desiertas, las tiendas cerradas, las fuentes apagadas, las estatuas veladas de la Concorde o el gas que no se encendía por las noches daban cuenta de una ciudad indómita (…) y el único café que se abrió para ellos fue saqueado».
Mientras el Gobierno de Defensa Nacional trataba de reorganizar el país: elecciones, Asamblea Nacional, Gobierno etc. París quedó en el limbo y ante el vacío de poder, con la Guardia Nacional –compuesta por la ciudadanía urbana– como máxima autoridad, estallaron revueltas populares que desembocaron en la proclamación, el 18 de marzo, de la Comuna cuando el Gobierno pretendió desarmar al pueblo. Las fuerzas el Gobierno fueron rechazadas y el 28 de marzo, como se vio al principio, la Comuna asumió todos los poderes.
Guillotina y pensiones de viuda
Su labor se centró en mantener los servicios públicos y hallar alimentos, además de reunir mil asambleas con mil debates que cristalizaron en unas pocas medidas: abolición de la guillotina, condonación de los intereses de las deudas, rebaja de los alquileres, concesión de pensiones a las viudas de guerra, recuperación de las herramientas empeñadas, control de las empresas abandonadas por los trabajadores, expropiación de los bienes eclesiásticos, supresión de la enseñanza religiosa en las escuelas, utilización de las iglesias como centros cívicos tras los oficios religiosos. El 2 de abril, atacaron las fuerzas del Gobierno y la artillería bombardeó las posiciones de la Comuna, que mantuvo sus defensas en las murallas hasta el 21 de mayo. Luego llegó la «semana de sangre y fuego»: las tropas, que habían sufrido muchas bajas, se vengaron matando a cuantos hallaban con armas en la mano y los comuneros enloquecidos incendiaron numerosos edificios singulares de París. Las últimas barricadas resistieron hasta el 28 de mayo y, a partir de ahí, la represión: según Lissagaray, que participó en la lucha y logró escapar, fueron ejecutados más de 50.000 hombres, mujeres y niños, y no menos de 7.000 deportados a colonias (la historiografía rebaja esas cifras a la mitad). «Ojalá pudiera contar el martirio de los miles de personas que desfilaron en sombrías filas: guardias, mujeres, niños, viejos ambulancieros, médicos, funcionarios de una ciudad diezmada».