El legionario romano: soldado y constructor
Cuando no estaban guerreando, los soldados trabajaban en grandes obras de ingeniería que aún hoy seguimos admirando. Nos lo cuenta el célebre arquitecto e historiador Jean-Claude Golvin en el libro «La ingeniería del Ejército romano», que sale a la venta el 3 de marzo
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Estos trabajos de ingeniería civil, implementados de buen grado en beneficio de las poblaciones locales, incluyeron la construcción de calzadas, puentes, acueductos, canales y acequias, e incluso la creación de ciudades y la ejecución de sus obras de infraestructura y su ornato monumental; piezas todas ellas en extremo complejas que requirieron la diligencia operacional de ciertos expertos como los «mensores» (agrimensores) o los «libratores» (ingenieros topógrafos), presentes entre las filas del Ejército y dotados del material y los instrumentos apropiados para su labor, y de una mano de obra abnegada, disciplinada... y gratuita, ya que el Estado debía costear su soldada de todos modos.
En contra de lo que se suele pensar, no todo el mundo podía ingresar en las filas del Ejército romano. A «los artesanos, herreros, carpinteros, carniceros y cazadores de ciervos y de jabalíes conviene involucrarlos en la disciplina militar», advertía Vegecio, pues era esencial que los legionarios y auxiliares fueran hábiles con sus manos. Muchos de ellos, antes de ser llamados a filas, habían ejercido ya alguna profesión relacionada con la construcción, pero los demás, desprovistos de toda cualificación, debían aprender sobre la marcha según sus afinidades y necesidades.
A tenor de nuestras fuentes textuales y epigráficas, los soldados se ocupaban de los siguientes oficios relacionados con la construcción: tres de tipo técnico, «architectus» (arquitecto), «librator» (geómetra nivelador) y «mensor» (agrimensor); y seis de tipo manual, «structor» (albañil), «lapidarius» (cantero), «tignarius» (carpintero), «tector» (estucador), «pictor» (pintor) y «scandularius» (colocador de tejas). Todos estos obreros especializados («immunes»), que a menudo ostentaban el rango de oficiales, podían representar hasta una décima parte de los efectivos de una legión, es decir, entre 500 y 600 hombres. Además, cada campamento poseía un taller («fabrica») para reparar tanto las armas como las herramientas incorporadas al equipaje personal del soldado («sarcinae»), a saber: la sierra, el canasto, la pala y el hacha. Este taller, comandado por un «magister fabricae» que contaba con la asistencia de un «optio» (suboficial), se ocupaba del mismo modo de las obras de ingeniería civil.
Entre los autores antiguos, esta expresión terminó convirtiéndose en un «leitmotiv», evocado cada vez que trataban de explicar las razones por las que los generales romanos ordenaban a sus tropas acometer grandes obras de ingeniería civil. La inactividad, considerada la bestia negra de cualquier ejército, sobrevenía en tiempos de paz y privaba al soldado de sus energías, de su coraje y de su sentido de la disciplina.
Semejante insistencia requiere que nos detengamos un instante sobre el asunto. Tito Livio, por ejemplo, relata que en 187 a. C., en el norte de Italia, el cónsul C. Flaminio «estableció la paz en el contorno. Y como había conseguido que la provincia estuviese tranquila, para no tener desocupada a la tropa, construyó una vía desde Bononia hasta Arrecio». La calzada tomó el nombre de su constructor, pues fue conocida como Vía Flaminia Minor. Algo más tarde, en 101 a. C., si Mario hizo excavar las llamadas Fosas Marianas al sur de la Galiapara sortear la desembocadura del Ródano, fue porque «su ejército aún permanecía inactivo», sostiene Plutarco. Idénticos argumentos arguye Tácito para el acondicionamiento del canal de Corbulón en 47 d. C. en los Países Bajos, «para que los soldados se sacudieran el ocio». Y se vale de términos idénticos («para no mantener a los soldados en la inactividad») con el fin de explicar la construcción de la presa del Rin.
El repudio de la ociosidad en los ejércitos permeó toda la historia romana y alcanzó su paroxismo con el emperador Probo (276-282), quien emprendió un sinfín de obras públicas para mantener ocupados a sus soldados, «a los que nunca permitió que se mantuvieran ociosos». Más adelante, su biógrafo lo encomia por «no haber permitido que los soldados permanecieran ociosos, ya que llevó a cabo muchos de sus trabajos con mano de obra militar, alegando que el soldado no debía comer gratuitamente los alimentos que se le proporcionaban».
Ahora bien, ¿de qué humor acatarían los legionarios y auxiliares, al fin y al cabo militares de profesión, las órdenes de ejecutar trabajos manuales que acaso consideraran subalternos, fastidiosos, o incluso degradantes y asimilables a las corveas? Estas actividades físicas, a menudo extenuantes, descorazonaban a más de un soldado, sobre todo cuando resultaban peligrosas. El asesinato del mencionado Probo a manos de sus hastiados soldados resulta revelador respecto a lo que estos últimos pensaban sobre las obras públicas que el gobernante les imponía.
- «La ingeniería del Ejército romano» (Desperta Ferro), de Jean-Claude Golvin y Gérard Coulon, 128 páginas, 26,95 euros.