La Movida y todos sus barrios: no era cosa de pijos
Una Guía del Madrid de la Movida cartografía calle a calle los principales escenarios de la música en Madrid, como se hace en Londres o Berlín
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Un momento, pero ¿esto es otro libro sobre la Movida? Es normal que lo teman, porque la profusión de publicaciones y la elevación a mito de la escena musical en Madrid de los años 80 llegaron a saturar los oídos e, incluso, a derivar por aburrimiento en una mirada iconoclasta. Que si fue un invento del PSOE, que si eran todos niños pijos metidos a rebeldes, que si no tenían ni puñetera idea de tocar... Bueno, aunque esto último es rigurosamente cierto para un alto porcentaje de las bandas nucleares de la Movida, hay otras cuestiones matizables que, miradas a pie de calle, dan el ángulo justo a la fotografía de ese tiempo. Eso es lo que intenta «Guía del Madrid de la Movida» (Anaya Touring), de Patricia Godes y Jesús Ordovás, un callejero en el sentido más estricto de la palabra, una ruta por las aceras y los garitos que en los años 80 «situaron a la música en el centro de la escena cultural», como explica Patricia Godes.
La «Prospe» y la «Conce»
El principal aliciente del libro es que huye del reduccionismo «malasañero» de la Movida. Se abre a otras zonas del centro, como Chueca, Moncloa, Chamberí y Lavapiés, pero sobre todo a escenarios menos reconocidos como Usera, Carabanchel, Prosperidad, La Elipa y Barrio de la Concepción. «Había lugares alucinantes que ni siquiera se conocen bien, como discotecas de ''new wave'' en Usera, o la sala Imperio de Carabanchel donde se juntaban los punks de barrio, o el Manivela de La Elipa donde empezaron Burning...», enumera Godes de esta particular guía de viajes por el pasado. Los participantes de la Movida no eran hijos de papá, explica Godes. «Es un gran malentendido que forma parte de un problema español. Quienes hicieron sus grupos en aquellos tiempos eran pura clase media aunque procedían de familias del mundo cultural. Hijos de gente que trabajaba en oficios del cine, o dramaturgos o libreros. No eran, salvo contadísimas excepciones, de clase alta. Pero en España asociamos la cultura a tener dinero. Y por otro lado, a la prensa le pareció siempre muy llamativo y muy excitante que las pintas de la gente y los temas de los que hablaban y escribían no se correspondían. Pero es falso que fueran pijos».
Pasamos por La Vía Láctea, por el Nueva Visión, con el cierre echado, por el Freeway (antes King Creole) y por el Agapo (que debe su nombre al bar anterior, llamado Agapito), y por lo que queda del Palentino. «Se habla demasiado del Penta para la importancia que tuvo, y eso es por influencia de Antonio Vega, lógicamente», dice la autora del libro, que reivindica las salas de conciertos por encima de los meros bares de copas. Y sin romanticismo: «Los bares y salas de la época eran poco recomendables. Oscuros y sucios. El techo se caía a trozos y los baños siempre terminaban inundados. Yo estoy a favor de que todo se regule y se haga bien. Ahora jamás entraríamos en lugares como aquellos», comenta Godes sin asomo de nostalgia por los pepitos de ternera perdidos del mítico Palentino. También vemos el Elígeme que está próximo a convertirse en un kebab y pasamos por la extinta Leturiaga, la tienda de instrumentos que visitaron todos los protagonistas de la época, que hoy en día es un Humana. Godes ha rastreado cuáles eran los locales de entonces, hoy irreconocibles. Incluso asegura saber cuál fue el portal donde encontraron a Enrique Urquijo.
De Pekín a Manchester
«He hablado de la Movida en Pekín, Beirut, México, Alemania, Londres, Manchester y en muchos sitios más. Despierta un interés incuestionable y era necesario hacer esta geografía», señala Jesús Ordovás, por vía teléfonica, ya que se encuentra confinado. Positivo asintomático. Manuel «Patacho» Recio, de Glutamato Ye-Yé se ganaba la vida vendiendo por los bares libros de poesía de autores como Haro Ibars o Leopoldo María Panero que editaban sus padres. Se compró su primera guitarra en Leturiaga, en Corredera Baja de San Pablo. 6.000 pesetas en 12 plazos. «Pero sabían que, si nos iba bien, a ellos también, porque vendríamos a comprar mejores equipos», cuenta.
Además, del «gloom pandemic», una de las grandes diferencias de aquellos con estos tiempos es que los bares pagaban a los músicos. «Religiosamente. Era más fácil vivir de la música entonces que hoy, que las salas se alquilan, no programan. Y es el músico el que paga por tocar y luego intenta recuperar...». Todo se fue al traste por varias razones. La primera, porque las salas cambiaron esa política. La segunda, por las fiestas de los ayuntamientos regadas con dinero público en las que el público entraba gratis. «Nosotros pasamos de ganar 50.000 a 800.000 pesetas al año. Pero la consecuencia fue que la gente dejó de comprar entradas porque lo tenían gratis en los pueblos». A la Movida se la llevó también la droga. Ahora veremos qué queda cuando pase todo esto.