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El 11S diecinueve años después

El rey Carlos III y la reina consorte Camilla
La RazónLa Razón

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Ayer no pude por menos que recordar una fecha clavada en mi memoria. Estaba en una habitación del hotel Villa Igiea en Palermo cuando, después de comer, puse la televisión sin sonido. Aparecían unas imágenes de película, pero duraban mucho y, al comenzar a repetirse en otras cadenas, puse el sonido. No era ficción. Horas después, cenando en la espléndida terraza del hotel, muchos compartimos inquietud y pesar con los americanos alojados. Una unión moral como pocas veces he presenciado. Recuerdo lo que entonces escribí y lo traigo hoy aquí como un símbolo de lo que hoy debería suceder y no sucede. «Quid sum miser tunc dicturus, quem patronum rogaturus cum vix justus sit securus?». Había llegado de madrugada y la habitación de su hotel no estaba aún libre. En un bar se tomó un horrible café, que ardía en el largo vaso de plástico blanco, junto a los camioneros que acopiaban fuerzas para los repartos.
Prometía un bello amanecer y decidió hacer tiempo, en lo más alto del mundo, junto a una luna desvaneciente. Todavía no habían abierto las puertas a los turistas pero, como era habitual en él, se las apañó para entrar y subió hasta el infinito. Contempló el nacimiento del sol y contempló la muerte de la luna. Vio el despertar de una ciudad. La gente apresurada, posiblemente dormida pero con los móviles pegados ya a las orejas, los mendigos preparando sus trozos de acera, los barcos desperezando la bahía… Su amado Empire, orgulloso clavándose en el cielo y, casi al alcance de su mano, la hermana gemela, desafiante y soberbia.
Y en sus oídos sonaba la tercera parte de uno de sus Bach favoritos: «Ich freue mich auf meinen Tod» y sintió que nunca había amado tanto la vida. Se acabó aquella música de muerte y esperanza y le saltó en el dial una de Holst mucho más brusca: «Marte, el portero de la guerra». Aquellos planetas no están tan lejos, pero los acordes eran obsesivos. Y vio una saeta surcando el cielo, como lanzada por el gigante Empire, ballesta en mano. Se frotó los ojos y recordó a Verne, al «Quinto jinete» de Forsyth, las «Órdenes ejecutivas» de Clancy y, en los segundos más largos de su vida, comprendió que la realidad puede ser más imaginativa que la propia imaginación.
Temblaron sus oídos y sus pies. Vio la gente correr, primero de ida y luego de vuelta. Les vio aplastarse a los cristales. Vio desesperarse a la desesperación y la sintió clamar: «Dies irae, dies illa solvet saeclum in favilla». Y comprendió más que nunca la grandeza de Mozart y Verdi. Ellos sí presintieron, sí imaginaron. Escuchó las trompetas fundirse, los chelos astillarse. Sintió arder sus entrañas. «Confutatis maledictis, flammis acribus addictis». Y decidió que, por fin, podía hacer realidad su gran sueño. Ceremoniosamente se fue despojando de sus ropas una a una. Las amontonó, dejó sobre ellas el «Ich habe genug», extendió los brazos y voló como un pájaro. «Lux aeterna luceat eis».