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Lenin: el terror revolucionario era él

Una biografía sobre el sanguinario líder ahonda en su vertiente política, pero también en la personal no dudó en eliminar a todo aquel que consideró un obstáculo. El propio autor lo dice: “de todos, él era el más cruel”
Descripción de la imagen(Russian State Archive of Social and Political HistoryAP
  • David Solar

    David Solar

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“A lo largo de su vida como revolucionario, Lenin se volcó en el estudio de la naturaleza del poder, cómo se consigue y utiliza, cómo cambia a quienes lo poseen y a quienes no. Quería el poder para sí mismo, como suelen querer los egoístas. Pero estaba convencido de que iba a usarlo para mejorar la vida de la mayoría. Así justificó las mentiras, el engaño y el terror que siguió”. Como afirmaba Angélica Balabánova, la “tragedia de Lenin era que, citando a Goethe, deseaba el bien, pero creó el mal” (Víctor Sebestyen, “Lenin, una biografía”). ¿Quién fue Lenin, líder bolchevique, creador de la URSS, el personaje más admirado por los comunistas que en el mundo han sido y son? ¿Fue el hombre amable y generoso que habría perdonado a Fanni Kaplan que intentó asesinarle o solo fue propaganda? ¿El amante fogoso del “mènaje á trois” con Inessa y Nadia? ¿Fingía ser un anfitrión entretenido y generoso, que bromeaba alegremente con sus invitados? ¿Es una calumnia que se le responsabilice de seis a siete millones de víctimas entre 1917 y 1924? ¿El rector de la revolución, severo pero magnánimo en contraposición a Stalin, capaz de todos los crímenes? O, quizá, como aseguraba en el ocaso de su vida, Molotov, que sirvió a ambos: “Eran hombres duros […], adustos y severos. Pero, sin ninguna duda, Lenin era el más cruel”.
A despejar los interrogantes llega, en su 150 aniversario, “Lenin, una biografía” (Ático de los Libros, Barcelona 2010, 672 págs., 32,90 euros). Su autor, Sebestyen, es un periodista británico de origen húngaro, especialista en historia soviética y en la de los países satélites de la URSS. En su investigación ha trabajado con cuanto se ha escrito a lo largo de un siglo sobre el personaje y la revolución, con las memorias y recuerdos de quienes le conocieron y con su correspondencia, componiendo un relato tan apasionante como el de una novela, con varias virtudes añadidas: además de lo obvio en una biografía política, busca los aspectos humanos menos conocidos, afronta la dura verdad de la revolución bolchevique y esquiva la tentación de sobredimensionar los aspectos negativos, que no son pocos. Vladímir Ilich Uliánov, Lenin (Simbirsk, 1870-Gorki, enero de 1924), fue el cuarto hijo de una familia culta y liberal perteneciente a la pequeña nobleza funcionarial.
Tuvo una niñez feliz y su buena posición familiar le permitió largas vacaciones veraniegas. Buen estudiante, mereció figurar entre los diez mil privilegiados que cursaban estudios universitarios en Rusia. Todo cambio abruptamente tras la muerte de su padre en 1886 y de las actividades terroristas de su hermano mayor, Aleksándr, que, a los 21 años, conspiró para asesinar al zar Alejandro III. Descubierto, fue ahorcado en mayo de 1887, junto con otros cuatro implicados. La ejecución de Aleksándr traumatizó a Lenin, que juró odio eterno a los Romanov y, por dar la espalda a su familia, a la burguesía “farisea, traidora y cobarde”. El vacío social que les rodeó fue tan hiriente que malvendieron sus propiedades y abandonaron Simbirsk. Ese mismo otoño ingresó en Derecho de la Universidad de Kazán. No llegó lejos: tras unas manifestaciones estudiantiles fue detenido y expulsado del centro por ser hermano de Aleksándr. Su reclusión en el campo le resultó útil: “Nunca, en toda mi vida, ni en la prisión de San Petersburgo ni en Siberia, leí tanto como el año tras mi exilio después de Kazán”.
Al tiempo, adobaba en su interior el odio por el ahorcamiento de su hermano y la marginación de su familia. Mientras devoraba la biblioteca revolucionaria de su hermano, la Historia de Rusia y frecuentaba círculos marxistas clandestinos estudio privadamente la carrera de Derecho y, en 1892, logró brillantemente la licenciatura, pero tras una breve actuación profesional advirtió que su interés primordial era la siembra revolucionaria, para lo que se trasladó a San Petersburgo donde se acercó a los ambientes obreros tratando de conocer en directo sus problemas y la manera abordarlos.
Así conoció a Nadezhda Krúpskaya, una maestra marxista dedicada a la enseñanza de niños obreros, con la que se casó cuatro años después, durante un destierro en Siberia. Siempre se les vio como un buen equipo intelectual y revolucionario, pero Nadia contaría algo más íntimo: “Éramos jóvenes, nos acabábamos de casar y estábamos profundamente enamorados el uno del otro… Ya sabes, y llevamos belleza a ese exilio. No escribí sobre esa parte de nuestras vidas en mis memorias, pero eso no significa que no hubiera poesía ni pasión juvenil en ellas” y ganas de tener hijos, que no llegaron. Lo que si continuaron llegando fue los panfletos, las ideas para unir grupúsculos en un gran partido, como el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, el primero declaradamente marxista, en cuya fundación Lenin no intervino aunque luego lo amoldaría a sus ideas… Lenin se escapó de su exilio siberiano, en 1900, comenzando su exilio cosmopolita con breves regresos a Rusia.

El domingo sangriento

El Domingo Sangriento de 1905 le cogió en Ginebra y nada tuvo que ver con aquella asonada aunque luego se la apuntara “como un ensayo general” revolucionario. No era el momento: la monarquía del Zar tenía recursos y la revolución estaba en mantillas. Lenin luchó durante los siguientes doce años para imponer sus ideas entre los numerosos grupos de marxistas rusos, superando escisiones y feroces diatribas y algunos fracasos revolucionarios como el de finales de 1905 tras el que huyó a Finlandia con Máximo Gorki. En el largo exilio perfiló su estrategia para la conquista del poder: La importancia del enfrentamiento armado y la necesidad de que el proletariado se mostrase inmisericorde con sus enemigos de clase, el Estado socialista debería adoptar: “La forma de una dictadura basada en un uso ilimitado de la fuerza, no en las leyes” o “la victoria no es posible sin el máximo grado de terror revolucionario”.
En 1909, Lenin conoció a Inessa Armand, hermosa, elegante, inteligente y marxista, que se ganó al revolucionario y a su entorno: según Nadia: “Todos nos encariñamos mucho con Inessa, siempre parecía de buen humor e irradiaba calidez”. Para otros “Inessa confesaba que todo en la vida lo hacía con pasión: la política revolucionaria y también el amor”, como bien experimentaría Lenin a partir de 1911. Los años siguientes fueron fundamentales: en Praga se aclaró algo la situación interna con la separación de los mencheviques y Lenin accedió al Comité Central. Y, en 1914, estalló la Gran Guerra, con la frustrante controversia entre marxistas sobre la guerra y, en febrero de 1917, la enorme esperanza que despertó en Lenin y sus correligionarios la revolución que forzó la dimisión del Zar y la formación de un Gobierno Provisional encabezado por Kerensky.
La situación en Rusia abrió oportunidades al Imperio Alemán: si Rusia se retiraba de la contienda, los Imperios Centrales podrían trasladar tres millones de hombres al frente Occidental. Lenin aceptaría: un vagón sellado, con 30 personas, fue enganchado al tren en Zúrich y partió hacia Rusia el 27 de marzo, a donde llegaría siete días después. Pese a la recepción triunfal, la causa bolchevique no estaba clara, pero venció en octubre de 1917.
En medio de convulsiones que amenazaban con revertir la situación, Lenin se impuso hasta instalar a los bolcheviques en el poder con su Consejo de Comisarios del Pueblo (gobierno); su Checa, que, según Lenin, debía “investigar y liquidar todos los intentos o acciones relacionados con la contrarrevolución o el sabotaje, sin importar su procedencia, en toda Rusia”; con su ejército, al frente del cual situó a Trotsky; con el cierre del Parlamento, la Duma; con una constitución que solo otorgaba derechos a los revolucionarios y suprimía la libertad de prensa porque “la libertad de expresión es un prejuicio burgués, una cataplasma tranquilizadora para las enfermedades sociales”. Es la época del magnicidio de Ekaterimburgo, atrocidad que empalidece frente a las requisas de alimentos o la búsqueda de responsables para disimular errores propios, como la persecución de los kulaks, en su mayoría propietarios de un caballo o una vaca. Los asesinó a millares.

¿Libertad de expresión?

Máximo Gorki mantuvo abierto su periódico hasta el verano de 1918 y, tras el final de la libertad de Prensa, publicó: “Lenin y Trotski no tienen la menor idea de lo que significan la libertad o los derechos humanos. Ellos y sus compañeros de viaje ya están intoxicados por la abyecta ponzoña del poder, como da buena muestra su actitud vergonzosa hacia la libertad de expresión, hacia las personas y hacia todos los derechos por los que luchó la democracia (…)”