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El horror de Auschwitz: «Para los nazis no éramos personas sino trozos de carne»

Annette Cabelli, superviviente del campo de concentración más funesto de la historia, de cuya liberación se cumplen 75 años, rememora en Madrid aquel infierno en el que «cada día sabías que alguien a tu alrededor iba a morir»

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En sociedad, no hay otra manera de dirigirse a nuestro yo, de reconocernos, que no sea por nuestro nombre. Es la palabra que designa una identidad. Pero, ay, los muertos no tienen nombre. A Annette Cabelli le tatuaron el 40.637 en el brazo según entró en Auschwitz. «Y durante dos años nadie me habló por mi nombre», recuerda. ¿Para qué? Nadie esperaba que saliera viva de allí. Técnicamente, a sus 17 años, estaba muerta.
Hace poco que esta griega de Salónica, residente en Niza desde el final de la guerra, logró la nacionalidad española en virtud del decreto que permite a los judíos sefarditas ser connacionales nuestros de hecho y derecho. Desde su infancia, era capaz de expresarse en ladino, ese castellano medieval con el que ayer, en su visita a Madrid, podía hacerse entender a la perfección para narrar el horror que le tocó vivir en la edad de los primeros besos. A sus 95 años aún tiene fuerzas para testimoniar en primera persona contra la barbarie nazi. Lo hace desde la Centro Sefarad-Israel, con motivo de la exposición fotográfica «Auschwitz-Birkenau», que se une a los actos en recuerdo de los 75 años de liberación del campo.
«En el tren ya entendimos que no íbamos a trabajar sino a morir», señala. Apenas habían entrado los alemanes en Salónica, en 1942, cuando toda su familia acabó hacinada, como ganado, en un tren que tardó días en llegar a su destino, el no-lugar por antonomasia, el campo de concentración más tristemente célebre. Sin agua y sin comida, era fácil empezar a colegir un destino funesto al final de aquellas vías férreas. De hecho, más allá de Auschwitz, no había ni rieles ni traviesas. Estación terminal, fin de trayecto.
En el camino se quedaron dos tíos de Annette. No llegaron a ver el horror del «lager». «Los perros nos ladraban y se aferraban a nuestros vestidos, mientras nos iban quitando el oro y las cosas que llevábamos. Nos separaron a la familia y mi madre me agarraba fuerte de la mano. Y luego nos tatuaron», rememora. El infierno de Auschwitz no fue casual, sino una refinadísima y perversa industria de la despersonalización. Desde la entrada, desposeyendo de ropa, pertenencias y hasta nombre a los presos, rapados y uniformados, se les mostraba a las claras la pérdida de su identidad. Todos los supervivientes de Auschwitz, desde los más oscuros a los reconocidos como Primo Levi o Viktor Frankl, relatan con estremecimiento aquella desnudez del yo, la conciencia de haber dejado de ser directamente persona. «Para los nazis no éramos humanos, sino trozos de carne. Cuando uno necesitaba mano de obra decía: ‘‘necesito tantos pedazos’’», apunta Cabelli.
Excrementos y tifus
Muy pocas eran las maneras de salir con vida y a esta anciana le cuesta pronunciar, aunque lo hace, la palabra «suerte»: primero la «emplearon» limpiando cubas de excrementos del hospital para presos políticos polacos, lo que le permitía estar bajo cubierto. Luego, contagiada de tifus, fue a parar al bloque de enfermos. Ir al «hospital» era casi una sentencia de muerte. No te liquidaban el trabajo a destajo o las cámaras de gas, pero la muerte rondaba a cada minuto en aquellos barracones. La «capo» del bloque de enfermos así se lo expresó: «Como te vas a morir de tifus, no te voy a dejar ir para que te maten». Pero sobrevivió a la enfermedad. Entre tanto llegó a conocer a una de esas figuras emblemáticas del campo, Josef Mengele, «El Ángel de la Muerte», tristemente famoso por sus experimentos amorales con humanos.
No había espacio para la esperanza. «Cada día sabías que alguien a tu alrededor iba a morir», mantiene Cabelli. La vida y la muerte habían perdido valor. Auschwitz los había trasladado a todos a otra categoría del pensamiento. Y la actitud de los S.S. no hacía sino recordarles a cada instante que no eran personas, ni siquiera animales. «Nos llevaban a las duchas, y nos ponían el agua muy caliente y chillábamos, y luego la ponían muy fría, mientras los S.S. se reían de nosotros. Éramos un espectáculo para ellos».
Por suerte, Annette nunca acabó en esas otras duchas que conectaban directamente con los crematorios. Mantenerse dos años con vida en el «lager» más mortífero de la vasta red nazi es una proeza, aunque sea ciertamente involuntaria, azarosa. Como tantos, como todos los supervivientes, el remordimiento, la culpa de haber sido ella y no otro quien saliera adelante la ha acompañado de por vida. Ese sentido de la futilidad que acabó en suicidio para Primo Levi cuarenta años después de haber traspuesto el umbral de la muerte en Auschwitz. Mientras habla, esta anciana parece no creer que esté aún entre los vivos. «Porque nunca tuvimos una mínima posibilidad de esperar la liberación. Sabíamos que había llegado nuestra hora».
Sin embargo, con las tropas soviéticas a unas jornadas del campo, los nazis evacuaron el recinto. Unos 60.000 presos fueron obligados a andar y andar hacia la frontera alemana en lo que se ha dado en llamar «las marchas de la muerte». El 27 de enero de 1945, los soviéticos entraron en Auschwitz. Allí, consumidos, reptando como zombies, había un puñado de supervivientes que los nazis habían abandonado convencidos de que el frío y el hambre haría su trabajo. Pocos vivieron para contarlo. Por su parte, Cabelli logró resistir aquella infernal travesía a pie bajo el gélido invierno del Este, pasando incluso por otros dos campos: Ravensbrück y Malchow. A pocas decenas de kilómetros de Berlín, su grupo fue liberado. Era el 2 de mayo. «Tenemos que hacer todo lo posible para que nunca más sucedan estas cosas que tantos judíos y no judíos padecieron. Nunca más. Por eso vengo siempre que puedo a España, para que los pequeños y los jóvenes sepan lo que pasó, el sufrimiento que padecimos», clama 75 años después de Auschwitz.
Memoria perdida y recobrada en el Centro Sefarad
La fotografía analógica tiene aún algo de orgánico, corpóreo. Al menos se le supone. Juan Pedro Revuelta ha elegido técnicas clásicas y hasta lejanas de impresión para las imágenes de la muestra «Auschwitz-Birkenau» en Casa Sefarad-Israel, que estará abierta hasta el 27 de marzo. Un recorrido por las montoneras de zapatos, efectos personales e instalaciones que fue parte de un proyecto de 2009 que ahora aspira a devolver la identidad de aquellos a quienes fue arrebatada. Entre las 36 obras, Revuelta interviene sobre una imagen de un preso tomada por Wilhelm Brasse, reproduciendo dos copias de la misma en las que se va difuminando su rostro.

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