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El enigma del rostro de Napoleón

Los cuatro pintores franceses que retrataron al emperador lo presentaron con aspectos muy diferentes, por eso el misterio de su verdadero rostro sigue fascinando a los amantes de la Historia
Descripción de la imagenlarazonMascarilla mortuoria de Napoleón

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Regia y pasional donde las haya, la intrahistoria que circunda al megalómano Napoleón Bonaparte es tan desconocida como asombrosa. Proclamado Emperador de los franceses el 18 de mayo de 1804 y erigido también en rey de Italia el 18 de marzo del año siguiente, nadie está en condiciones de cuestionar la existencia, por efímera que fuese, de la poderosa dinastía bautizada con su nombre. Todavía hoy, casi dos siglos después de su muerte en el penoso exilio de Santa Elena, el enigma de su verdadero rostro sigue fascinando a los amantes de la Historia y a todos aquellos familiarizados con el más insondable misterio. Y no solo el aspecto físico del personaje, sino también su universal figura, pues ya en 1837 se publicó una biografía suya hasta en chino. Tan sólo un cuarteto de insignes pintores franceses –Jacques-Louis David, el miniaturista Jean-Baptiste Isabey, Antoine-Jean Gros y Pierre-Narcisse Guérin– han gozado del privilegio de «inmovilizar» al gran hombre, aunque fuera tan solo unos instantes, ante sus paletas de colores.
David, en su monumental cuadro «Consagración» (9,79 metros de ancho por 6,21 de alto), conservado hoy en el Museo del Louvre de París, igual que en otros retratos suyos más sencillos, nos ha legado a Napoleón en todos los aspectos de su revolucionaria ascensión al poder. El pintor de la Revolución francesa y del Imperio no ha sido siempre el cortesano servil que se pensaba. Alguna vez ha demostrado su sinceridad, como al representar al emperador en su despacho, con la tabaquera en la mano izquierda, sin afectación ni aire estudiado, en presencia del hombre y no del semidiós.
Detengámonos en su lienzo más excelente, «Consagración», que reproduce la coronación de 1804 en Notre-Dame de París. Nada más verlo terminado, tras sus asiduas visitas al taller del pintor para seguir escrupulosamente los trámites de su ejecución, el propio Napoleón exclamó: «¡Esto no es una pintura! ¡Se puede caminar por dentro!». Pero no se trataba tanto de la grandiosidad física de este óleo sobre lienzo de estilo neoclasicista como de su significado dinástico. El arte se puso así al servicio de la nueva dinastía napoleónica, como queriendo anticipar los momentos de gloria del emperador.
El César guerrero
El retrato de Guérin del general Bonaparte da la sensación de no haber sido confeccionado en varias fases. Debe ser una de las imágenes más auténticas del César guerrero, del pequeño Corso de cabellos lisos. Y qué decir del retrato firmado por Isabey: es la antítesis de la «Consagración», donde vemos al Cónsul ataviado con sencillez en medio de un Estado Mayor galoneado por todas sus costuras. Isabey constituye casi una excepción entre los retratistas franceses que han osado representar a Napoleón en su completa simplicidad: uniformado de granadero y tocado con un menudo sombrero.
Antoine-Jean Gros, por su parte, nos ha legado al Primer Cónsul, pero lo ha rodeado de tantos accesorios que son éstos, y no el verdadero protagonista, los que centran la atención del público. Tampoco debemos olvidar a Anne-Louis Girodet-Trioson, discípulo de David; ni mucho menos su sencillo croquis de Napoleón. El 8 de marzo de 1812, Girodet-Trioson no se resignó a emprender su obra por más que Napoleón le puso impedimentos para posar ante él. Sin darse por vencido, a semejanza del mismo Corso, acechaba a éste en la capilla de las Tullerías.
Antes de nada, le copió de perfil, oculto en una de las tribunas, entre las columnas; después, de cara, escondido tras el altar. El resultado convenció al también pintor François Bouchot, que conocía al Emperador, hasta el punto de provocar en él esta rendida observación: «Girodet –afirmó Bouchot– parece haber sido franco; la fisonomía es grave, las mejillas redondas, a lo niño, los ojos claros vagan por el vacío… Un pequeño seno, imperceptible, se extiende enfadosamente desde las aletas de la nariz hasta el extremo de la boca, cerrada y grave».
Y tras tantas imágenes de la misma persona, surge la inevitable pregunta: ¿Qué retrato escoger por su fidelidad: la pintura de David o el dibujo de Girodet? De hecho, si se comparan uno y otro advertimos muy notables diferencias. Y es que el aspecto del hombre varía, y mucho, según la época en que se le considere. No es así el mismo el general del Ejército, que el Primer Cónsul; ni el emperador de 1807, que el de 1810. Advierte por eso el doctor Cabanés: «A su partida para la isla de Elba tiene la apariencia completa de un sacerdote italiano. Cuando vuelve, a los cien días, está grueso».

La mascarilla mortuoria

¿Cuál de todos los retratos representaba la estampa fiel del emperador? A falta de una fotografía, inexistente entonces, se halló la pieza que no podía ser objeto, en principio, de controversia: la mascarilla moldeada sobre el rostro del emperador muerto. Es aquí donde emerge con todo su polémico esplendor la figura del doctor François Carlo Antommarchi. Nacido en Morsiglia, Córcega, en 1780, Antommarchi se tituló como cirujano en la Universidad Imperial de Florencia, en 1812. A finales de 1818, Antommarchi viajó a la isla de Santa Elena para sustituir al doctor O’Meara, el galeno impuesto por los ingleses al derrocado emperador. Convertido así en el nuevo médico de cabecera de Napoleón, veló sus últimos días, cerró sus ojos el 5 de mayo de 1821, participó en la autopsia junto con siete galenos británicos y modeló su mascarilla mortuoria.