Escepticismo

El origen científico de los fantasmas

Nuestros ancestros ya hablaban de fantasmas hace 5.000 años, pero posiblemente, estuvieran tratando de explicar experiencias que la ciencia ya conoce bien

Fantasma
FantasmaLa RazónLa Razón

Cuando crecemos, paramos de creer en cuentos de hadas y faunos, pero algo sobrevive. Los fantasmas nunca nos abandonan, o al menos, no abandonan a algunos. En países como Estados Unidos, casi un 50% de la población cree en fantasmas (y otro tanto en demonios). Pero ¿por qué? Mal que a algunos les pese, no tenemos prueba alguna de su existencia, de hecho, la evidencia disponible es prácticamente la misma que tenemos de otros seres de leyenda como mantícoras, dragones u hombres pez. Pero, entonces… ¿Cómo han logrado mantener esa popularidad los fantasmas? ¿Qué hace que los veamos como una excepción de ese bestiario fantástico al que prendemos fuego a medida que maduramos? Parte de la respuesta podría venir de la ciencia.

Y, al decir que “parte de la respuesta podría venir de la ciencia”, queremos empezar dejando claro que este fenómeno de las fantasmagorías no puede explicarse completamente si no recurrimos a las humanidades y a estudios que, bien siendo rigurosos, tal vez no sean estrictamente científicos. No obstante, en este artículo hablaremos de los aspectos más conocidos por las ciencias, y apenas sobrevolaremos otros, como la religión u otras tradiciones que los ha mantenido vivos en el ideario colectivo. Estas son algunas de las explicaciones que las ciencias nos brindan:

Creer a tus ojos

Tendemos a sobrevalorar la fiabilidad de nuestros sentidos. Es fácil olvidar que, ahí afuera, no hay colores ni sonidos propiamente dichos, sino radiaciones electromagnéticas y fluidos que se comprimen y distienden. Nuestro cuerpo debe traducirlo a impulsos eléctricos interpretables por nuestro cerebro. Es solo entonces cuando el color, el olor, el sabor y el resto de sentido cobran la dimensión experiencial a la que nos tienen acostumbrados. Esta traducción no siempre es perfecta, y no solo porque la traducción exacta sea una entelequia, sino porque, a veces, la pluma de los sentidos suelta un manchurrón de tinta que no representa la realidad y que solo emborrona nuestra percepción. Un ejemplo es la vista.

Nuestro ojo funciona, muy grosso modo, de la siguiente manera: la luz que rebota en un objeto pierde algunos de sus colores y, los supervivientes que llegan a nuestro ojo, atraviesan sus estructuras pasando a través de la córnea, la pupila, el cristalino y una serie de fluidos. Cuando por fin llegan al fondo de nuestro ojo, esa luz estimula unas células llamadas fotorreceptores. La luz, en función de su tiene la longitud de onda que llamamos “rojo”, “azul” o “verde”, estimulará un fotorreceptor diferente, en condiciones de penumbra se activarán los bastones (en lugar de los tres anteriores a los que llamamos conos), incapaces de detectar el color.

Fallos problemáticos

Ahora bien, estos fotorreceptores, aunque se disparan cuando una longitud de onda concreta llega a ellos, ofreciendo una traducción de la luz en electricidad que terminaremos interpretando como imagen, no solo se disparan ante estos estímulos lumínicos. En ocasiones, algo presiona la retina, activando esas células como si hubieran recibido un fogonazo y, nuestro cerebro, que solo conoce el mundo exterior a través de nuestros sentidos, infiere automáticamente que, si parece un fogonazo, posiblemente, haya sido exactamente esto. Estos fosfenos pueden aparecer en situaciones totalmente normales, como cuando nos frotamos los ojos, pero también pueden volverse más llamativos ante determinadas patologías, como cuando se desprende de la retina el humor vítreo que rellena la parte trasera del ojo. Son muchos los tipos de fotopsias que pueden presentarse y, tanto su origen como su aspecto son de una variedad enorme: desde formas geométricas de colores hasta halos. Y, por supuesto, esto es solo uno de los muchos ejemplos de cómo nuestro ojo puede fallar y mostrarnos algo donde no lo hay, pero la variedad es inabarcable.

Tableta babilónica de 3500 años de antigüedad donde se muestra al fantasma de un hombre siendo conducido por su amante al casamiento. Estas prácticas tenían la intención de apaciguar al espíritu. James Fraser y Chris Cobb para The First Ghosts, de Irving Finkel. Fotografía del British Museum
Tableta babilónica de 3500 años de antigüedad donde se muestra al fantasma de un hombre siendo conducido por su amante al casamiento. Estas prácticas tenían la intención de apaciguar al espíritu. James Fraser y Chris Cobb para The First Ghosts, de Irving Finkel. Fotografía del British MuseumFotografía del British MuseumCreative Commons

Por otro lado, nuestros sentidos no solo fallan, sino que tienen una limitación que, en su frontera, puede resultar difusa. Pongamos como ejemplo nuestro oído. Al igual que no podemos ver la luz infrarroja ni la ultravioleta, tampoco podemos detectar infra y ultrasonidos. Sin embargo, algunos estudios apuntan que sí podemos sentir algo, aunque tenue y ambiguo, cuando estos estímulos se encuentran en la frontera de lo detectable. Con frecuencias cercanas al límite del ultrasonido, por ejemplo, la mayoría de las células de nuestro oído no podrán detectar nada, pero otras, en cambio, sí serán activadas “de refilón”, y ese sutil estímulo será suficiente como para que, algunos de nosotros, creamos oír algo parecido a susurros. Sin embargo, entre fogonazos y siluetas humanas o entre ruidos y voces susurrantes hay una diferencia enorme. ¿Cómo pasamos de una cosa a la otra?

Veo caras

La palabra que debemos recordar es “pareidolia”, y no porque explique parte del fenómeno antropológico que suponen los fantasmas, sino porque da cuenta de muchos malentendidos que vivimos a diario. Dicho de forma llana, la pareidolia hace referencia a cuando creemos ver patrones donde en realidad no los hay, ya sea una voz en el viento, o una cara entre las ramas de un árbol. Los seres humanos somos verdaderos expertos a la hora de reconocer patrones y podemos distinguir con pavorosa rapidez la cara de dos mellizos casi idénticos, pero esa habilidad tan útil para lo social tiene un precio. En nuestro cerebro hay estructuras encargadas de reconocer patrones complejos a los que nos hemos acostumbrado, normalmente suele estudiarse con caras humanas, porque llevamos toda la vida viéndolas, pero un experto en trenes empleará casi las mismas estructuras para reconocer de inmediato dos modelos que, para ojos inexpertos, pueden parecer calcos.

El coste de esta sorprendente capacidad para reconocer patrones es que, a veces, caemos en falsos positivos, imponiendo estructuras donde no las hay. Por eso vemos caras en los faros de los coches, figuras en los nudos del tronco de un árbol o animales en el contorno de las nubes. Nuestros sentidos no son perfectos, ni falta que les hace para sobrevivir, pero hemos de reconocer que algunas de sus fallas nos han traído por derroteros místicos que la ciencia bien puede explicar. La pregunta no es tanto si hay fantasmas, sino por qué queremos creer en ellos.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Del mismo modo que hay fantasía en las creencias sobrenaturales, también hay un poco en algunas de las explicaciones que los científicos pretenden ofrecer. Durante las últimas décadas, algunos investigadores han tratado de pasarlo todo a través del tamiz de la ciencia para obtener respuestas, fueran estas más o menos fiables. Algunos, por ejemplo, han pretendido reducir los avistamientos de fantasmas a la inhalación de determinadas especies de moho, típicos de lugares húmedos y abandonados. Otros han apuntado a envenenamientos de monóxido de carbono y, aunque puede que algunos casos particulares puedan explicarse así, no podemos pretender dar, con esto, una explicación completa. Lo que sí sabemos con seguridad es que muchas veces, vemos lo que estamos sugestionados a ver.

REFERENCIAS (MLA):