Ciencia
Un hombre estúpido que desafió a todos los científicos
Así es como Ernest Haeckel nombró a unos de los restos más polémicos de la historia de la paleoantropología: Homo stupidus. Aunque su historia no tiene nada que ver con las fantasías que la época le atribuyó.
Sucedió en un valle, cuando el siglo XIX no había hecho más que comenzar y Europa era presa de las guerras napoleónicas. Los cascos de un caballo exhausto se arrastraban rápidos acariciando el pasto. Sobre el animal se desparramaba el cuerpo de un cosaco malherido, agarrado a su cuello tratando de no perder el equilibrio. Llevaba toda su vida cabalgando, desde que era un niño, día tras día sin importarle el raquitismo que sufría. Tal vez por eso sus piernas habían cogido esa extraña forma, curvándose como para encajar a la perfección en la silla de montar. Sin embargo, en aquel momento no importaba su pericia. Había perdido mucha sangre y el mundo giraba sin control a su alrededor.
Solo hizo falta un momento, apenas cerró los ojos un segundo y resbaló aterrizando de bruces con un sonido seco. El impacto hizo mella en sus articulaciones, retorcidas por la artritis que arrastraba consigo. La punzada no fue nada nuevo, hacía años que sufría tanto que su cara de dolor le había moldeado el cráneo, resaltando su ceño como si fuera el de una bestia. El jinete sin montura se recompuso como pudo y, viendo su final cerca, decidió emplear las últimas fuerzas que le quedaban en arrastrarse colina arriba, entre piedras y lodo hasta llegar a una cueva apartada donde moriría y nadie encontraría su cadáver en casi medio siglo.
Si has llegado hasta aquí es probable que pienses dos cosas, por un lado “pobre cosaco, le pasaba de todo”. Pero, por otro lado, tal vez haya surgido en ti la duda. ¿Puede ser real todo esto? Lo cierto es que suena a ficción histórica de una calidad bastante deplorable, pero es más o menos lo que se pensó al encontrar los restos del antes conocido como “Homo stupidus”
El Valle de Neander
Los huesos de nuestro presunto cosaco fueron descubiertos en 1856, en Alemania. Unos mineros italianos estaban trabajando en la cueva de Feldhofer, extrayendo la piedra caliza por la que el valle se había hecho conocido durante el siglo XIX. Excavando en su interior, bajo más de medio metro de tierra, asomaron unos extraños huesos. Al verlos, los trabajadores llamaron al dueño de la cueva, Wilhelm Beckershoff, quien no dudó en catalogarlos como los restos de un oso cavernario.
Wilhelm no podía estar más equivocado, aunque por suerte, siendo consciente de sus limitaciones, decidió enviar la más de media docena de huesos al hombre más sabio que conocía. Carl Fuhlrott era maestro y una enciclopedia viviente en cuanto a fósiles se refería. Tan pronto le llego la osamenta, Carl lo vio claro: aquello tenía tanto de oso como él mismo. Ese trozo de cráneo tan grueso y pesado, media pelvis de extrañas proporciones y unos cuantos huesos largos quebrados y demasiado gordos para ser de humano, o al menos de un humano como nosotros.
No obstante, las sospechas de Carl parecían no interesar a nadie. La prensa se hizo eco rápidamente atribuyéndole todo tipo de orígenes fantasiosos. Algunos apuntaban a que era un Huno, otros decían que se trataba de un indígena del oeste americano. Aquellas especulaciones llegaron a oídos de dos reputados anatomistas Hermann Schaaffhausen y August Franz Josef Karl Mayer. Ellos podrían haber puesto algo de cordura en la historia, si no fuera que el cráneo había sido encontrado en una época intelectualmente convulsa, donde la ciencia estaba al servicio de la ideología más de lo que nos gustaría reconocer.
Cualquier cosa, menos alemán (o humano)
Viendo sus rasgos, cualquier profesor de anatomía tendría claro que, si bien era parecido a nosotros, no podía tratarse de la misma especie. Una idea que, en realidad, no sería tan extraña. A fin de cuentas, era lo que por aquella época se llamaban “hombre fósil”. Charles Lyell y otros geólogos habían dado buenas evidencias de que la Tierra tenía mucho más que los 6.000 años atribuidos por la Biblia. Y aunque faltaban tres años para que la obra magna de Darwin fuera publicada, la idea de que las especies cambiaban con el tiempo llevaba siglos flotando tímidamente en el aire.
Sin embargo, reconocer esta pluralidad de especies humanas, de parentesco animal, nos rebajaba para algunos ojos al nivel de las bestias. La disociación cognitiva era fuerte en los científicos y muchos se resistían a aceptar los hechos, aunque para ello tuvieran que sugerir verdaderas barbaridades.
Precisamente por eso, entre otras cosas, el bueno de Mayer propuso una hipótesis similar a aquella con la que empezamos este artículo. Apuntaba a que eran los restos de un cosaco, con las piernas deformadas por cabalgar demasiado. Schaaffhausen, por suerte, fue algo más moderado y supuso que, si bien era humano, era imposible que fuera alemán. En todo caso un miembro de alguna tribu primitiva a la cual habían aniquilado los superiores pueblos teutones.
El debate estaba servido y a él se sumaron voces más autoritarias, como la de una de las personalidades científicas más grandes de la historia: Rudolf Virchow. Este médico se dedicó a estudiar el origen de las enfermedades, pero no como se había venido haciendo hasta entonces. En lugar de solo buscar fallos en los órganos, él los buscaba en las células de los que estaban compuestos. Así describió por primera vez numerosas enfermedades, como puede ser la leucemia. Pero quien tiene un martillo solo ve clavos, y tal vez por esto, o tal vez por miedo a las ideas relacionadas con la evolución, Virchow no clasificó, sino que diagnosticó. El cuadro clínico de aquellos restos óseos no era muy halagüeño y según el doctor, sufría tanto artritis como raquitismo.
Las discusiones se sucedieron hasta que, en 1862, durante una reunión de la Academia de Ciencias Británica, William King propuso llamarle a aquel individuo Homo neanderthalensis, el hombre del Valle de Neander. Al fin se había propuesto formalmente separarlo de nosotros, el Homo sapiens. No obstante, la historia no había hecho más que empezar y los complejos seguían arrastrándose, tratando de demostrar que era más bestia que humano. El propio King se arrepintió de su clasificación y propuso situarlo más próximo a los chimpancés, presuponiendo que su cráneo no podía albergar un cerebro como el nuestro, capaz de entender la moral. No solo estaba equivocado en esto, sino que el volumen craneal de los neandertales era superior al nuestro e incluso los chimpancés (Pan troglodites) pueden realizar juicios morales.
El hombre estúpido
Puede parecer que a partir de aquí todo estaba más o menos hecho y que ya caminábamos por el buen camino, pero nada más lejos de la realidad. Acababa de nacer la paleoantropología, el estudio de otras especies de humanos primitivos. No había un corpus bien formado que ayudara a los profesionales a navegar por los restos que encontraban aquí y allá. Durante esta época, no solo se descubrieron nuevos huesos sospechosos de pertenecer a antiguos parientes nuestros, sino que se reevaluaron muchos de los que se tenían por H. sapiens.
Durante este proceso se encontraron muchos más restos de neandertales que fueron clasificados con todo tipo de nombres diferentes, asumiendo que pertenecían a una especie distinta de todo lo conocido hasta entonces. Desde el Homo antiquus de Adolf hasta el célebre Homo stupidus del naturalista Haeckel. Una señal más de la calidad de bestia con la que trataban a nuestro primo lejano.
Por otro lado, gracias a esta fiebre se descubrió que el resto del Valle de Neander no había sido el primer neandertal en descubrirse, ni mucho menos. Antes que él, se había encontrado, en 1848, el cráneo de una mujer al sur de la península ibérica (Gibraltar 1), así como otro de un niño desenterrado 19 años antes en Lieja, una provincia Belga (Engis 2). Neandertal 1, aun con la triste historia que le atribuyeron, había tenido mejor suerte que sus predecesores, olvidados durante décadas en almacenes.
Y seamos sinceros, puede que ahora la ciencia ya dé al neandertal la categoría que se merece, pero popularmente se sigue pensando en él como un mono venido a más. Son muchos los conceptos que hemos equivocado, pues ni evolucionamos de ellos, ni era menos que nosotros. El neanderthal se separó de nuestro antepasado común hace al menos 230 mil años. Desde entonces, seguimos caminos distintos, aunque paralelos. Existen sobradas pruebas de que los neandertales desarrollaron su propio arte, sus ritos funerarios, su espiritualidad. No es un secreto que estos homínidos hibridaron con nosotros más de una vez y que tuvieron escarceos amorosos que han dejado huella en nuestro ADN. Así que puede que, después de todo, ese Homo stupidus, raquítico y artrítico que trajo de cabeza a tantos científicos no fuera mucho más estúpido que nosotros.
QUE NO TE LA CUELEN:
- No hemos evolucionado del neandertal igual que no descendemos de nuestros primos. Ambos tenemos un antepasado común, una suerte de “abuelo” evolutivo.
- Los neandertales eran una especie culturalmente compleja, con un intelecto a priori comparable al nuestro y con total seguridad, mucho mayor al del resto de primates.
REFERENCIAS:
- “The Gibraltar Skull: Early History, 1848–1868 | Archives Of Natural History”. Euppublishing.Com, 2020.
- King, William. “The Reputed Fossil Man Of Neanderthal”. Boneandstone.Com, 1857.
- Tattersall, I., and J. H. Schwartz. “Hominids And Hybrids: The Place Of Neanderthals In Human Evolution”. Proceedings Of The National Academy Of Sciences, vol 96, no. 13, 1999, pp. 7117-7119. Proceedings Of The National Academy Of Sciences, doi:10.1073/pnas.96.13.7117. Accessed 4 Apr 2020.
- Villanea, Fernando A., and Joshua G. Schraiber. “Multiple Episodes Of Interbreeding Between Neanderthal And Modern Humans”. Nature Ecology & Evolution, vol 3, no. 1, 2018, pp. 39-44. Springer Science And Business Media LLC, doi:10.1038/s41559-018-0735-8. Accessed 4 Apr 2020.
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