Cataluña
Winnaretta Singer: “¡Si me tocas, te mato!”
Mecenas de Manuel de Falla, Ravel o Albéniz, sus salones inspiraron episodios de “En busca del tiempo perdido” de Proust, pero fue su propia vida la que más toca hoy a las nuevas generaciones
Existen pocos mecenas que hayan ayudado más a la creación que Winnareta Singer, pintora aficionada de grandísimo talento, músico notable y heredera de parte de la fortuna de la compañia de máquinas de coser Singer Corporation. Gracias a ella, por ejemplo, disfrutamos hoy del “Retablo de maese Pablo”, de Manuel de Falla, encargo suyo, además del ballet “Renard” de Igor Stravinski o “Socrates” de Erik Satie. También financió las investigaciones de Marie Courie. Sus salones fueron frecuentados por Marcel Proust, que los describió en “En busca del tiempo perdido”. Allí también encontramos a Colette, Kurt Weil o Cocteau. Cuñada de Isadora Duncan, Ravel le dedicó obras como la “Pavana para una infanta difunta” y ayudó a los menos desfavorecidos de París a que tuviesen un refugio. Pero de todas sus hazañas, la más inspiradora es que fue de las primeras en comprender que el amor, como tal, no ha de esconderse nunca, sino celebrarse por todo lo alto, a pesar de las convenciones sociales.
Desde muy jovencita supo que era lesbiana, que la mujer le recordaba a la hermosa delicadeza de la música, que tanto amaba, y al carácter vivo y dinámico de la pintura, sus dos mayores pasiones. Sin embargo, su vida acomodada dentro de la alta burguesía de Nueva York le hace desconfiar de sus propios sentimientos. A los diez años, su padre fallece y su madre se traslada a París donde, al poco tiempo, se casa con otro hombre, irascible y violento, que la incomoda en su propia casa. Esto refuerza, por contraste, su identidad. Ese hombre estropea la buena relación que tenía con su madre y representa todo lo tosco, sucio, viril y violento que ella abomina. Su madre, mientras tanto, es la mujer que inspiró al escultor Frédéric Barthold la figura femenina de la Estatua de la Libertad.
A los 18 años recibe de forma oficial su parte de la herencia de su padre, a compartir con sus 24 hermanos. Aún así, es una suma nada desdeñable, pero ha de esperar a cumplir los 21 para poder independizarse del todo. Para protegerse de su padrastro, decide entonces casarse y así bunkerizarse de cualquier influencia externa en su propio hogar. Sin embargo, en su plan de huida hacia adelante olvida una cosa, la voluntad del que será su marido, que quizá no coincide del todo con la suya.
Tiene sólo 22 años cuando se casa con el príncipe Louis de Scey-Montbéliard, en una unión que se beneficia del dinero de ella y el título de él. La noche de bodas, cuando se quedan solos por primera vez en la habitación, ella se eleva sobre una cómoda y abriendo su paraguas le grita: “¡Tócame y te mato!”, ante el temor que su sola presencia le provoca. El príncipe, incrédulo, se aparta y comprende tarde dónde lo que acaban de hacer. El matrimonio se anulará cinco años después por la iglesia al no haberse consumado nunca y Singer volverá a estar desprotegida delante las malas lenguas del París finisecular.
Un año después, el conde Robert de Montesquiou, personaje terriblemente parodiado en “En busca del tiempo perdido”, que sabe de su lesbianismo, le aconseja casarse por conveniencia con un hombre homosexual y así servirse mutuamente de tapadera. Ella escucha, pero no quiere volver a cometer el error de unirse a otro hombre. Entonces, en una subasta, ella gana la puja por uno cuadro de Monet, “Campo de tulipanes en Holanda”. El otro pujador era el príncipe Edmond de Polignac, el que se convertirá en su segundo marido
Polignac era un compositor sensible, afable y arruinado, homosexual declarado, que encontrará en Singer a su pareja perfecta. El príncipe venía de una familia de abolengo venida a menos. Conocía a Wagner y era amigo, entre otros, de Henry James, Whistler, Rossetti y William Morris. El 13 de diciembre de 1893 se casan y juntos se convertirán en la pareja favorita de los salones parisinos y en benefactores de la plana mayor de compositores de principios del siglo. Puede que no sientan nada el uno para el otro, pero se adoran y son el matrimonio mejor avenido de todo París.
Su unión les dará tanta confianza que ni siquiera disimularán sus tendencias sexuales. Las conquistas femeninas de Singer se multiplican y llega a un punto que los burgueses parisinos teman dejar a sus mujeres junto a ella. Entre sus conquistas están Romaine Brooks, Olga de Meyer, Ethel Smyth, Renata Borgatti, Violet Trefusis o Alvilde Chaplin. En uno de sus salones, delante de personalidades como Poulenc, Prokoviev y Debussy, un hombre entró violentamente a la estancia donde estaba sentada Singer y furioso gritó: “Si es el hombre que pretende ser, venga y bátase mañana en duelo conmigo”. El duelo nunca se llevó acabo, pero hizo que el personaje de Winnaretta Singer seconvirtiera en una leyenda mayor. “Es un ser de 8.000 voltios de potencia, fuerte, determinado, indomable y enigmático. Sin duda, era una mujer difícil, que ponía poco de su parte para ser comprendida y tampoco se esforzaba por ser agradable, pero ayudó más que nadie a mejorar culturalmente todo un siglo”, aseguró su sobrino, el también compositor Armand de Polignac.
Sus talentos eran infinitos. En uno de sus salones tocó junto al pianista catalán Ricard Viñes el “Prélude à l’Après-Midi d’un Faune”, de Debussy. Tradujo al francés el “Walden” de Thoreau, dejando atrás a Proust, que también perseguía el proyecto. Y financió excavaciones arqueológicas en Grecia, cuya lengua griega dominaba a la perfección. “‘Encontrar la amistad, darla, significa antes gritar: ¡refugio, refugio!. MI querida Winnie, sólo grite socorro a partir de un sordo susurro, y aún así tu oído es tan fino que me escuchó con total claridad”, aseguró la escritora Colette.
Su legado es inmenso. El nombre de Winnaretta Singer debería hoy ser el máximo ejemplo para todos esos magnates filántropos que aseguran defender las artes y que presumen de sus donaciones. Pero su mayor logro fue la voluntad de demostrar que la mayor capacidad del ser humano es amar, y no ser amado, como se atribuía entonces a las mujeres, porque el amor es el único arte que merece la pena cultivarse de todas las formas y pese a quien pese.
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