Partidos Políticos
Carmena-Colau y el año que se acabó el cambio
Crisis de gobierno, rupturas de alianzas, las «lideresas» de Podemos viven sus horas más bajas marcadas por una gestión más ideológica que ciudadana de sus ayuntamientos
Crisis de gobierno, rupturas de alianzas, las «lideresas» de Podemos viven sus horas más bajas marcadas por una gestión más ideológica que ciudadana de sus ayuntamientos.
La construcción de los autodenominados «alcaldes del cambio» era de cartón piedra. El salto al poder en algunos de los principales ayuntamientos de España bajo el mantra del empoderamiento del pueblo ha agotado su crédito cuando enfila el camino hacia su gran reválida en las próximas municipales. Las promesas que otorgaron el bastón de mando a Podemos y a una amalgama de movimientos radicales tardaron poco en devenir en gestiones infructuosas, extremistas y revisionistas, alejadas de dar solución a los problemas reales de los vecinos. Tal despropósito en la acción política, unido a la insolvencia en la dirección, está en la raíz de los daños de difícil reparación que han evidenciado la incapacidad de apartar los prejuicios ideológicos a la hora de responder a los importantes retos de cada momento.
Después del fracaso cosechado el pasado 21-D, en realidad su primer examen de verdad en las urnas, nadie puede ser tan ingenuo como para seguir creyendo que Ada Colau es una alcaldesa fetiche. Con Catalunya en Comú, una marca electoral creada a la medida de la curiosa personalidad de la regidora de Barcelona y a la que se supeditó Pablo Iglesias, el paisaje tras la batalla electoral resulta árido. Con la ciudad condal, precisamente, como paradigma: allí ha pasado de ser primera fuerza en las municipales de 2015 a ser la quinta.
Al entreguismo a los independentistas, poniendo el lazo amarillo en el balcón de la fachada de la casa consistorial, dando la espalda a la legalidad desplegada por el Gobierno de Mariano Rajoy y hasta acusando a las Fuerzas de Seguridad de cometer violaciones sexuales durante el 1-O, debe sumarse, qué duda cabe, el descontento de los barceloneses con el propio funcionamiento institucional y su rechazo a la inestabilidad creada, por puro tacticismo, al romper el acuerdo de gobierno con el PSC.
Esa evidente irresponsabilidad fue la guinda a una trayectoria que le ha llevado a enfrentarse a sectores clave, como el del turismo; y a menoscabar una y otra vez la economía local guerreando por las terrazas con el gremio de restauradores –mientras aplica la manga ancha con los okupas–, excediéndose en sus competencias pretendiendo imponer una tasa a los pisos vacíos o poniendo en riesgo tanto enormes proyectos hoteleros como, incluso, la continuidad de eventos de gran peso como el Mobile World Congress. Sólo Colau pudo considerar rentable, a estas alturas, venderse en un «Sábado de Luxe» y confesar a Jorge Javier Vázquez haber tenido en su juventud una novia italiana o haber tonteado con drogas blandas. La regidora ha pagado cara su ceguera y, sobre todo, su obstinación ideológica. Víctima de sí misma, Ada Colau, es, en la práctica, una «alcaldesa zombi».
En este laberinto, Manuela Carmena no le va a la zaga en ineficacia. Oficialmente, la alcaldesa de Madrid sigue siendo una baza de Podemos, aunque ha llegado hasta aquí encabezando un equipo municipal tan amateur y heterogéneo como cainita y mal avenido. El ilusionismo propagandístico se ha empeñado en chocar con la compleja realidad. Este año que concluye ha sido uno de los más difíciles del mandato de Carmena. La destitución del concejal de Economía y Hacienda, Carlos Sánchez Mato, tras negarse a acatar el plan de ajuste de Cristóbal Montoro, ha supuesto su mayor crisis en dos años y medio al frente del Palacio de Cibeles. Otros ediles han visto rodar sus cabezas, como Guillermo Zapata ante sus injurias contra las víctimas del terrorismo y los judíos o Celia Mayer por la crisis de los titiriteros, su gestión de la Ley de Memoria Historia o la eliminación de los nombres de Fernando Arrabal y Max Aub de las instalaciones del Matadero. El futuro de Ahora Madrid y las confluencias aún está por escribir, pero las guerrillas internas prometen pasar a la fase de acoso y derribo. De hecho, no son pocos los ediles morados que en privado insinúan ya su afán de desprenderse de lastre y Manuela Carmena, la candidata de Iglesias para la reelección, sigue jugando con la amenaza de no repetir en 2019, aunque el acercamiento en los últimos meses al secretario general de la formación morada parece encaminarla a asumir el cartel electoral.
Ella, claro, se ha hecho fuerte en su activismo político, camuflando el fracaso gestor o, al menos, tratando de reorientar algunos de sus mayores desatinos, como el Edificio España y la operación Chamartín. Vienen de lejos, pero Carmena impuso el freno a unas inversiones para Madrid cercanas a los 10.000 millones de euros, con la consiguiente creación de decenas de miles de puestos de trabajo, por entender que ambos proyectos eran demasiado especuladores. Menos remilgos continúa poniendo sin embargo a sembrar la división con decisiones que poco tienen que ver con el interés general. La cruzada contra el callejero para borrar de un plumazo el pasado, o los coqueteos a favor del referéndum ilegal en Cataluña están a la orden del día tanto como los continuos cortes de tráfico o las calles peatonales de un solo sentido en el centro de la capital.
Con todo, Pablo Iglesias fía a retener Madrid buena parte de sus futuras aspiraciones en las elecciones generales previstas para 2020. Si tiene éxito, se apuntará naturalmente un tanto en su haber particular. Porque volvería a mirar de «tú a tú» al PSOE y se sacudiría el aliento de Cs. Si, por el contrario, pierde el poder municipal, Podemos se desangrará y el secretario general saldrá malparado. Suceda o no, Iglesias tiene por delante una ingrata tarea. Con las encuestas en la mano, muchos lo ven en caída libre y cada vez con menos tirón. Y con la incertidumbre generada por la ausencia de un proyecto claro, el camino está lejos de vaticinar alegrías. El propio núcleo duro pablista elude hablar de expectativas. Desde luego, Iglesias no está en un buen momento, por más que él insista en verse «como una fuerza muy fuerte en este país». El espacio, en todo caso, parece estrechársele.
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