Viajes
La nueva biblioteca en Alejandría, hecha para una Alejandría nueva
Al visitar esta ciudad de leyenda, el viajero comprende la transformación que ha sufrido por la mano del hombre en los últimos dos mil años
Existe un pequeño grupo de ciudades selectas, algo así como un club al estilo del Rotary International, que parecen recurrentes en el complejo guion de nuestra Historia. El ser humano se ve tentado a la hora de llevar a cabo sus reformas religiosas en este puñado de ciudades, también sus guerras más espantosas, sus giros bruscos. Incluso los hombres más importantes aparecen ligados de alguna manera a ellas. Jerusalén, Babilonia, Constantinopla, Roma, Córdoba, Atenas, Tombuctú, Alejandría. Sin estas ciudades desplegadas en el mapa, en el caso en que no hubieran ocurrido la tropelía de matanzas y oraciones y reformas entre sus muros, nuestro mundo giraría hoy de una forma muy diferente, quizá mejor. Y cualquier ser humano que exprima hasta el límite la experiencia de serlo, siente un murmullo que lo llama desde estas ciudades, constante, milagroso, y cuando llegan a visitarlas de una vez pues los músculos tiemblan, el espíritu también, y sus sentimientos se embarullan mientras caminan sus calles estratificadas.
Pero el pulso que mantienen estas ciudades con el ser humano es maravilloso. Debe entenderse que hablamos de dos entes independientes: por un lado la ciudad, muy duradera pero subyugada en sus formas a los caprichos del ser humano; por el otro, el ser humano, rápido en morir pero poseedor de un poder incontenible, dueño de las ciudades y de la naturaleza. Y cuando una ciudad y el ser humano han dedicado tantos años, tantas guerras, tantos rezos, tantos hombres, tantos ladrillos e ilusiones para moldear las callejas y los tejados, nada de lo que podíamos esperar de ellas cuando escuchamos su murmullo encajará con lo que encontraremos al visitarlas.
La apariencias engañan
Cuando la carretera que lleva del Cairo a Alejandría se estrecha y nuestro olfato nos avisa de que estamos a punto de llegar, por la mente corren mil fantasías de una ciudad vestida entera de color blanco, una capital de emperadores, como una Atenas africana, y suponemos que en cuatro de cada tres esquinas encontraremos una columna corintia, o mejor, alguna monedilla romana que nadie ha recogido aún y está esperando a que nosotros la encontremos. Nos asomamos con los ojillos acezantes por la ventanilla del vehículo y, en el lugar donde deberíamos encontrar este sueño de delicias, descubrimos con estupor una mole gris e informe, enmarañada en torno a sí misma, cubierta por una gruesa capa de contaminación.
El viajero debe comprender que el monstruo que significa una ciudad como Alejandría requiere de esta metamorfosis grotesca para sobrevivir, es su forma de amoldarse a los caprichos actuales del ser humano. Cuando el hombre buscaba conocimiento se erigieron bibliotecas y faros para que nos guiasen con su luz, templos impresionantes, ágoras donde el saber fluía con la naturalidad del llanto de un chiquillo. Pero ahora que el hombre busca crear un mundo de tecnología, la ciudad debe acoplarse a sus deseos y sustituir todo lo de antes por fábricas, grandes camiones, pozos de sal, almacenes inmensos. No es peor, no es mejor: es la supervivencia ahogada de Alejandría, violada y mutilada por los mismos hijos de quienes la crearon hermosa.
Un viajero superficial podría experimentar algún tipo de decepción por encontrarse con la ciudad así, pero, cuidado, pensemos, asombrémonos, y recordemos que bajo esa capa aparentemente maliciente se esconden los estratos de la ciudad. A cinco metros bajo tierra, la ciudad del siglo XVIII; a diez metros bajo tierra, la ciudad medieval; a quince metros bajo tierra, la ciudad romana; a veinte metros bajo tierra se encuentra la Alejandría original. Resulta excitante observar esta ciudad cuyas callejuelas fueron ideadas como una travesura, absolutamente laberínticas, estrechándose y ensanchándose sin motivo aparente, pura confusión, bocinazos, timbres de bicicleta, esquinas de silencio, jardines mustios, edificios únicos bajo una finísima capa de podredumbre. Aquí tuerce el viajero una esquina y se tropieza con una casa de té bulliciosa, allá gira otra para encontrarse con las catacumbas romanas de la ciudad. Y el viajero desciende las escaleras de las catacumbas como quien viaja en el tiempo, cruzando de un escalón a otro los distintos niveles de Alejandría.
Moldeada al gusto del hombre
Este tipo de ciudades han sido tan manoseadas por el ser humano que no pueden aplicársele definiciones concretas. No podríamos decir que es una ciudad oscura, tampoco luminosa. Abajo donde las catacumbas se suceden una serie de laberintos parecidos a los de arriba, y en cada uno de esos laberintos tallados en la piedra se pueden palpar las tumbas por centenas. Están todas allí, agazapadas bajo el bullicio de fuera. Un olor a humedad se compincha con la oscuridad y luego el viajero vuelve a subir las escaleras, y respira una bocanada de luz fresca. Luz y humedad, oscuridad y aromas secos, humo y especias, mar y tierra se confunden en la ciudad desorientada. Esta ciudad, Alejandría, trae consigo el tacto de lo abstracto.
Por ejemplo cuando se va a visitar la Columna de Pompeyo (que no se sabe si marca el lugar donde se enterró al conocido general romano o si es la única de las 400 columnas que han sobrevivido de la Biblioteca de Alejandría) es posible trastear entre los restos arqueológicos que la rodean y zambullirnos en los templos casi deshechos, mientras los edificios de alrededor, los edificios modernos que me refiero, están a medio acabar. Y supone una delicia encontrar el equilibrio de Alejandría en esquinas como esta, a medio destruir, a medio completar, donde por una razón u otra el empuje del tiempo ha sido tan brutal, tan rápido, que el tiempo debió detenerse de alguna manera entre el futuro y el pasado. Y dentro del recinto arqueológico se aprecia un silencio pero fuera, en el instante que cruzamos la puerta de salida, el mundo se desenvuelve ruidoso y lleno de vida.
Los olores a sal de mar y arena del desierto confluyen en el Fuerte de Qaitbey, que supongo que será donde este tropel de conceptos opuestos se funden de una vez. Esta fortaleza construida por orden del mameluco Al-Ashraf Sayf al-Din Qa’it Bay en 1477 está colocada exactamente en el mismo lugar en que se encontraba el Faro de Alejandría. ¿Lo comprende ahora el lector? Cuando quiso luz, el hombre construyó luz; cuando quiso guerra, el hombre construyó guerra. Siempre hemos sido así. Incluso las piedras que sirvieron como base a las murallas del fuerte son las mismas del faro, como si la piedra fuera en este caso plastilina que moldeamos para dar una u otra forma a la ciudad. Este fuerte es sólido y muy interesante de visitar. Sobre todo cuando nos reconocemos que llegará un día en que este fuerte no estará, y sus piedras se utilizarán para cualquier otra cosa, para qué, no lo sé, para cualquier otra cosa, pero será cuando el hombre ya no quiera guerra y haga como los niños caprichosos, derribando el castillo de una patada rabiosa. Alejandría, paciente, recogerá los escombros y les dará una nueva forma.
La nueva Biblioteca de Alejandría
Pero el plato principal de Alejandría no es el Fuerte de Qaitbey ni las catacumbas romanas, tampoco su amplia bahía donde atracaba la flota de Alejandro Magno. Es la biblioteca, no cabe duda. Las historias sobre los millares de papiros que guardó antes de ser destruida y las historias sobre su destrucción son tantas (cada cinco años sale una nueva teoría, todas igual de interesantes, la última hace menos de un mes) que podría decirse que el epicentro del murmullo que escuchábamos antes se encuentra aquí. Es de visita obligada, como quien dice.
La nueva Biblioteca de Alejandría se inauguró en 1995 y tiene la capacidad para albergar hasta dos millones de libros. Está abierta a donaciones y puede ser divertido donar uno de nuestros libros (que en mi caso fue Sobre el placer y la naturaleza de Epicuro, un guiño nostálgico a la biblioteca anterior), y las luces que alumbran su interior se difuminan con la luz solar que se cuela a bocanadas por sus ventanas. Visitar este lugar corresponde a un tipo de viaje que se balancea entre el núcleo del conocimiento y el último estertor de la magia, en el nuevo edificio donde todas las supersticiones se desecharon a cambio de la filosofía y la razón, cosas así, ideas, en sitios como este la mente vuela y pensamos cualquier cosa, lo que sea.
Un manto de la Kaaba datado en el siglo XVIII, repujado con hilos dorados y de color plata; imprentas medievales de la época de Gutenberg, hechas de madera y hierro; estanterías altísimas y extensas, a punto de quebrarse bajo el peso de los libros... Aquí encontramos un templo magnífico para los amantes de la literatura, ya se ha dicho, de visita indispensable, como la peregrinación a un templo importante o la tumba de nuestros abuelos. Esta biblioteca es otro tipo de tumba, al fin y al cabo. O más bien la lápida de una ciudad magnífica, una mitad viva y la otra mitad muerta, con tantos secretos escondidos bajo tierra como personas caminan ahora por sus aceras abotargadas.
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