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Historia de vida
Alzheimer hereditario: cuando un gen se convierte en una espada de Damocles
José Luis Fernández, marido de Ana del Alto, a quien se lo diagnosticaron a los 39 años, cuenta qué ha supuesto para su familia estos años cara a cara frente a esta enfermedad
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Cuando se conocieron, Ana del Alto tenía 21 años y José Luis Fernández 29. Pese a lo insólito del lugar de su primer encuentro, un tanatorio al que ella acudió a dar el pésame a su nuevo jefe, al que todavía ni siquiera conocía en persona y cuya hermana acababa de fallecer, el amor apareció casi al instante. Quedaron para verse al día siguiente, y desde entonces no se han separado. Ella era todo lo que José Luis esperaba encontrar: una persona muy cariñosa, alegre pero al mismo tiempo serena, tierna, “y con un arte que no se podía aguantar, éramos el yin y el yang”, recuerda él.
A los pocos días de empezar su relación ella le dijo que tenía que marcharse antes para ir a cuidar de su padre, que tenía alzheimer con 45 años de edad. A él le sorprendió, era el año 1997 y en España aún no se sabía gran cosa sobre el alzheimer de tipo hereditario, del que se calcula que en nuestro país hay entre un 0,5% y un 1% de casos entre quienes padecen esta enfermedad, y cuyos síntomas comienzan mucho antes de los 60 años, en torno a los 40, aunque hay casos documentados entre personas todavía mucho más jóvenes. La enfermedad de Alzheimer es la forma más común de demencia, degenerativa, incurable y terminal, y si se trata de genético o hereditario el hijo de una persona que lo padezca tiene el 50% de posibilidades de padecerlo.
Por ese motivo, Ana estaba sobre alerta y compartió sus temores con José Luis. “Hablábamos mucho, pero intentábamos no presionarnos sobre el tema, ni ella ni yo, ni que nos hiciera sentir mal en el día a día. Sabíamos que podía pasar, que ella podía desarrollar la enfermedad, y que había que estar atento”, señala él. Pese a todo, se casaron y formaron una familia. Primero llegó un chico, y luego gemelas.
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Un oso dibujado, la señal
Según se acercaba Ana al límite de los 40 años, “el malestar a veces, solo a veces, era un poco peor”. Hasta que la incertidumbre se convirtió en realidad. Una noche José Luis le dio a Ana una autorización del colegio de sus hijos para que la firmara, y al devolverla él vio con asombro que ella había dibujado en el papel el oso de una popular marca de pan de molde. Cuando la preguntó, ella no recordó haberlo hecho. “Entonces nos miramos, ella rompió a llorar, y todo empezó. Luego empiezas a recordar, y ves detalles que habían pasado y que ignoramos. Eso pasa en la gran mayoría de los casos de alzheimer”, afirma José Luis.
Y el tsunami comenzó. Pese a que la pérdida de memoria es el síntoma más habitual asociado a esta enfermedad, también hay otros muchos signos, como cambios en la personalidad o el estado de ánimo, problemas de atención y orientación, deterioro en la capacidad de movimiento o al caminar, o dificultad para comunicarse, entre otros. En el caso de Ana, en esos primeros años a lo anterior vino a sumarse otro síntoma devastador para ella y su familia: sufría crisis de agresividad en las que llegó a atacarlos de forma muy violenta.
En este punto hay que señalar que, según señala Raquel Sánchez-Valle, neuróloga del Hospital Clínic de Barcelona y coordinadora del grupo de estudio de la neurología de la conducta y demencias de la Sociedad Española de Neurología, esta agresividad, que no se da en todos los pacientes, y “que habitualmente es más verbal”, puede llegar “a agresividad física, y que está muy relacionada con la fase en la que los pacientes dejan de entender el medio”. En ese momento pueden “interpretar cosas que no son agresiones como si lo fueran”. Por ejemplo, cuando tienen que desvestirse y necesitan para ello la ayuda de otra persona, pero cuando ésta va a quitarles la ropa los enfermos lo perciben como una agresión “me está desvistiendo”, y reaccionan. O, por ejemplo, cuando quieren salir a la calle y son las tres de la mañana, y el cuidador no les deja, y empiezan a dar golpes. “Esto ocurre en fases determinadas, cuando el paciente empieza a no entender el medio, o a no poderse expresar bien, y entonces muchas veces es más una reacción de defensa, o de frustración”, sostiene la doctora Sánchez-Valle.
Ana también sufría deambulación errática, según afirma José Luis: “Había veces que hacía decenas de kilómetros dentro de casa”. “Esto responde a la incapacidad de poder estarse quieto, también pensando que muchas veces estos pacientes no se entretienen con nada, y la única forma que tienen es la deambulación”, que también sucede en fases de “demencia moderadamente severa” relativamente avanzadas, explica la doctora, pero en las que los pacientes aún son independientes. Este tipo de síntomas neuropsiquiátricos o psiquiátricos “son más frecuentes en personas más jóvenes”, corrobora Raquel Sánchez-Valle.
Pensaron matarla
En estos primeros años de la enfermedad José Luis no duda en confesar que planearon acabar con la vida de Ana, sobre todo por la falta de apoyo de las autoridades. “Vivimos en un mundo de hipocresía y de desconocimiento absoluto, y a nosotros nos lo ha hecho pasar muy mal el Estado, y me da igual el partido, lo he vivido con unos y con otros”, se lamenta. “También pensamos plantear una demanda de divorcio, y que fuera el Estado quien asumiera su cuidado”, comenta. Al final “me detuvo en parte la suerte, ya que tuvimos que atarla y en ese tiempo nos daba tiempo a relajarnos de la violencia, aunque nadie ayudaba”, recuerda. Y también que el estado de Ana empeoró “es una suerte que empeorara, en pleno covid estuvo tres meses en un hospital para que nos pudiéramos rehacer mentalmente”. Aún así, el precio a pagar fue muy alto: su hijo mayor ha estado cuatro años en un protocolo antisuicidio, de los 13 a los 17, por todo lo vivido.
Antes de quedar postrada en cama y sin posibilidad de comunicarse, el matrimonio tuvo muchas conversaciones sobre cómo sería el futuro de la enfermedad. “Los alzheimeres genéticos ya lo han vivido con sus padres, son máquinas de conocimiento, Ana lo había vivido con su padre y con una tía”, asegura José Luis. A ella lo que más le preocupaba eran sus hijos, “no quería que vieran esto”, pero además sabiendo que hay un 50% de posibilidades de que su hijo o las gemelas lo tengan. “Mis hijas cuando tengan 18 años van a firmar la ley de eutanasia con voluntades anticipadas. ¿Qué chaval hoy con 18 años lo hace? Nadie, esta enfermedad es una espada de Damocles”, lamenta.
Algún lector puede preguntarse qué llevó a la pareja a tener descendencia con esos antecedentes. Y José Luis es claro: en esos años “nadie nos avisó de que esto podía pasar, no había ningún protocolo en este sentido, ni pruebas genéticas" (Ana se las hizo por primera vez en el año 2017, su hijo mayor había nacido 13 años antes, en 2004)”, incluso algunos médicos les llegaron a decir que el hecho de que el padre de Ana tuviera alzheimer y ella también era una “simple casualidad”. En ese momento “incluso había médicos que estaban en contra de lo que nosotros pudimos saber de manera autodidacta, así que llegamos a pensar que podíamos estar equivocados”. Al final, sin evidencia científica en contra, pudo el deseo de ser padres. En el caso de sus hijos, si en algún momento se plantean formar una familia, podrán hacerlo con seguridad, sin la mutación genética.
80.000 euros al año
El coste económico y emocional de hacerse cargo de un enfermo de estas características es enorme. Respecto a lo primero, José Luis afirma que ha llegado a tener a tres personas en nómina para cuidar de su mujer, a las que pagaba 80.000 euros al año en total. Ellos lograron afrontar esta situación tras lograr que a ella le concedieran la gran invalidez, aunque en un primer momento, en 2020, cuando ya estaba encamada, le concedieron una discapacidad del 56%. “El que le dieran un 56% con un alzheimer severo encamado te está diciendo lo que pasa en España”, se lamenta. Además, arremete contra la Ley de Dependencia, incompatible con la gran invalidez: “El Estado te vende humo, la golosina, y mucha gente pica. Pero para los menores de 65 años la Ley de Dependencia es una trampa”, afirma.
Sobre el impacto personal que ha tenido en él como cuidador (aunque no le gusta esta palabra, porque ante todo se considera esposo) el precio ha sido muy alto: “Tuve que dejar mi trabajo, tuve que dejar de ser padre, durante unos años dejé de serlo, me anulé. Todo giraba en torno a la enfermedad”, y puso fin a sus relaciones sociales. La enfermedad afectó también a un aspecto muy importante en una pareja, pero del que apenas alguien se atreve a hablar: el sexo, que se convirtió en un juicio continuo de José Luis hacia sí mismo en la época en la que Ana aún no había perdido del todo el contacto con la realidad, porque había momentos en que lo que empezaba como una relación consentida y deseada por ambos se transformaba en lo contrario apenas unos minutos después, y había que estar pendiente de no traspasar la “línea roja” . “Esto es un problemón enorme en las familias con demencias que nadie trata, el que tiene que manejar la situación es la pareja”, destaca, aunque no siempre saben hacerlo.
“El alzheimer es muy poderoso, pero también es mi gran maestro”, destaca José Luis. Convivir día a día con Ana ha dado a su marido una visión globalizada de la enfermedad. “Me quedo con lo positivo que me ha dado la enfermedad, que es quererla más que el primer día. Además me ha hecho mejor persona, y ver a mi mujer como una persona digna, y saber que no me equivoqué al casarme con ella”. La supervivencia media de estos enfermos es de unos 25 años. Cuando “comenzó la carrera, una carrera de fondo, sin meta”, él la dijo: “Ana, tu enfermedad es mi enfermedad”, y aquí siguen, sin ver la línea de llegada pero juntos.
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El arte, su terapia
En su descenso hacia el olvido, Ana del Alto se aferró al arte. Con una pasión desatada, pintó cientos de cuadros en un intento de luchar contra el progreso de la enfermedad. Gracias a ello «estuvo bien seis años, la media para que hubiera perdido la razón eran tres», señala su marido. «Llegó un momento en que no me conocía pero sí a Klint. Y pintaba de cabeza, sin copiar. Hizo cerca de 300 obras, pero rompió muchas porque no se quedaba a gusto con ellas», añade. De las 32 que se salvaron se hicieron copias que han donado a asociaciones, y cuyas ventas se destinan a pacientes de alzheimer, y que se han mostrado en diversas exposiciones. La última, «Alzheimer y arte unidos», se muestra en el Museo de Etnografía de Jumilla (Murcia) hasta este próximo día 28. La familia de Ana ha donado la colección de los 32 cuadros a la asociación AFAD Jumilla, después que José Luis conociese el caso de Elisa Martínez, enóloga de 50 años diagnosticada de Alzheimer, que ha sido capaz de elaborar «otra obra de arte», el vino solidario Evol.
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