Francisco Nieva

Demonios

Cuando mi madre se enteró de nuestra relación, se llevó un disgusto tremendo e hizo una escena pavorosa

La Razón
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A los dieciocho años yo tenía una amante, una señora mayor –como de 32 o 34 años–, amiga de mi madre, bellísima, ingeniosa, ocurrente y algo chulesca, que la tenía seducida con sus conversaciones confidenciales y las anécdotas sobre su negocio, una zapatería de lujo, a la medida, en la planta baja de nuestra vivienda. Carola no solo me iniciaba en los misterios del sexo, sino que velaba por mi formación como artista. Se hizo amiga de un notable librero y galerista, para que me prestase libros de arte y de teoría. Así pude leer e informarme mucho sobre el clasicismo y las vanguardias, con libros como «Los raros», de Rubén Darío o «Los ismos», de Ramón Gómez de la Serna. Carola ha sido una mujer esencial en mi vida.

Cuando mi madre se enteró de nuestra relación, se llevó un disgusto tremendo e hizo una escena pavorosa. Pero un nuevo disgusto se nos vino encima: por no se sabe qué supuestas amenazas al régimen de Franco por las fuerzas aliadas, se adelantaba un año la incorporación a filas de mi quinta.

Entones no existía la posibilidad de la objeción de conciencia, y yo estaba muy firmemente decidido a no hacer el servicio militar, costara lo que me costase. Mi madre me aconsejó visitar a un viejo amigo de mi padre, el general Zacarías Camacho, obligado a permanecer en la reserva por sus opiniones contrarias al régimen. Enemigo de Franco hasta la médula de los huesos. De aquella primera visita no pude sacar nada en limpio, salvo un emotivo recuerdo de mi padre y la vaga insinuación de que podía recomendarme, para que me dedicara a servicios auxiliares. Nada de mi gusto, para no vivir acuartelado y uniformado, sino libre de otro compromiso.

Pasaron los días y me vino una citación para que, tras unas doce horas, me presentara en determinado cuartel de Madrid. Llamó mi madre al general Camacho:

-«¿Qué hacemos?».

-«Que diga que está enfermo y pida ser reconocido y diagnosticado en el Hospital Militar de Carabanchel. No se me ocurre otro recurso».

Así lo hice, y, por falta de camas en otros pabellones, ingresé en el de infecciosos. El director de este pabellón era un morenazo de muchas ínfulas, el doctor militar llamado Valladares. Yo aduje tener un gran dolor de cabeza y de padecer continuos mareos. El feroz Valladares me recetó un calmante antiinflamatorio, que me sentó muy mal al estómago.

La monja enfermera encargada de regir mi sala se llamaba sor Luz y era de Sevilla, muy pizpireta y sonriente. Entraba muy temprano tocando las castañuelas y cantando sevillanas, era como una niña loca y sometida al poder del médico morenazo. Otras veces entraba con un pandero cantando canciones gallegas, porque había ejercido durante seis años en Santiago de Compostela:

San Benitiño do ollo redondo,

hei de ir alá, miña nai, se non morro.

Hei de levar unha bota de viño

e un moletiño de pan pró camiño.

Las canciones gallegas se pegan como la pez en el recuerdo. Todos estábamos admirados y desorientados por esas frivolidades de sor Luz. De repente, un compañero me dijo una cosa terrible: que había visto cómo el médico y la monja se besaban. -«Ellos creían que nadie los miraba, pero yo los vi, milagrosamente reflejados en un cristal. No se lo digas a nadie, o corres el peligro de que Valladares te denuncie por difamación y falso testimonio. Te pueden condenar de por vida». Mi situación era desesperada. Se me hacían análisis de todo tipo y podían descubrir mi superchería. Muy angustiado, llamé por teléfono a Carola.

- «Tienes que salvarme, querida mía. Por si ya fuera poco lo que has hecho por mí. Esta sor Luz no es trigo limpio y te la pudieras ganar con tus argucias. Tú sabes ganarte a la gente. Trata de intimar con ella, a ver qué pudieras sacarle. Por favor, Carola, sálvame».

Y Carola se hizo amiga de sor Luz. Le regalaba cremas para el cutis, medias de seda y hasta ropa interior con puntillas y volantes. En verdad que éramos cuatro demonios sin el más elemental sentido moral: el médico, la monja, Carola y yo. Consiguió finalmente que la monja cambiase mi diagnóstico por el de un tuberculoso grave. ¡Victoria! Hay veces que la vida nos lo pone fácil para delinquir de muchos modos. Así triunfan nuestros particulares demonios en el mundo. ¡Qué recuerdo tan abominable! Y este es el antiguo secreto del pabellón de infecciosos en el antiguo Hospital Militar de Carabanchel, donde comprendí que la corrupción bien entendida empieza por uno mismo, cada uno a su nivel y según sus circunstancias.