Francisco Nieva
Anecdotario pintoresco
El escándalo se publicó en muchos periódicos y contribuyó a resucitar el recuerdo de la famosa Graciela. La fiel Pacón la protegió hasta su propia muerte. También Encarnita enviudó, y terminó viéndose protegida por la marquesa doña Blanca de Aragón, madre de la reina Fabiola. Así de pintoresca se me fue revelando aquella lejana España de mi niñez
Ya he contado muchas veces que después de la guerra nos refugiamos en una colonia de Sierra Morena, fundada por Carlos III para repoblar aquellos predios desiertos entre Andalucía y Castilla. Entre los colonos había mucha gente rubia, con los ojos azules y más altos que los muy escasos nativos.
Pues bien, frente a nuestra casa había otra de muy buen ver, perteneciente a un señor de Linares en la misma situación que nosotros. Estaba casado con una señora muy excéntrica; al parecer, dotada de un gran sentido del humor. Yo no le encontraba ni pizca de gracia al hecho de aparecer en el jardín delante de una criada y con un barreño con la pitanza de las gallinas, a las que la dama llamaba a toque de trompeta.
La extravagante señora se llamaba Encarnación Figueroa y Bretón de los Herreros, y era sobrina-nieta del famoso dramaturgo, contemporáneo de Larra, Manuel Bretón de los Herreros. Esto, para mí, tenía una gran importancia. Se decía que la señora había sido famosa cupletista. Y esto es lo que quiero contar, como cosa del otro mundo. Un mundo disparatado y venal.
La niña Encarnita, desde muy chica, manifestó que quería dedicarse a cupletista, haciendo torpes figuras que hacían reír a todos los presentes. A los quince años no se la podía contener en sus ambiciones por debutar en el teatro. Era hija única y los padres accedieron a ponerle un maestro de canto y otro de baile. Se dejó aconsejar por una chica de coro, de aquellas que llamaron las Suripantas, señoritas muy frívolas y descaradas. El nombre de guerra de la niña era el de Graciela. Y Graciela hacía mucha gracia, imitando torpemente lo que le mostraba la corista de marras.
Al fin, terminó debutando en un famoso café cantante de la capital, sin obtener el merecido fracaso. La guapita y elegantita Graciela sorprendió por su patosería y por su voz, que era como el maullido de una gata desolada. El público la tomó por una humorista. Rió y aplaudió, y confundió miserablemente a Encarnita. Los críticos la designaron como una «maquietista», una tiple cómica, sorprendente y excepcional. Así van las cosas en este mundo disparatado. También entre los vecinos se decía que doña Encarnita, la extravagante, tenía muy buen corazón, que era muy generosa en limosnas y se ocupaba mucho de un pobre niño, hijo de un carbonero brutal y borracho, amancebado incestuosamente con su hija, la Sinforosa. Una familia bien poco ejemplar para el niño Joselín, al que doña Encarnita curó de sus pupas y de su sarna, le tiñó el pelo con agua oxigenada, lo maquilló con sus afeites de tocador y lo vistió de pastorcillo de égloga. El niño Joselín la odiaba por exponerlo a la chacota del vecindario. Doña Encarnita le dejó pastorear a tres cabras, que el chico dejaba expuestas en la vía del tren. Yo también fui sujeto de su ingenuo buen corazón. Yo la saludaba siempre atentamente, por su descendencia del famoso dramaturgo. Le dije que me sentía muy desgraciado por la falta de libros en la Sierra. Y ella, sin más, se me apareció con un montón de ejemplares de la llamada Colección Popular de Novelas y Cuentos. Cada uno valía 30 céntimos. Su ejemplar contenido era lo mejor de la literatura universal.
Terminó por visitarnos asiduamente, contándonos su vida con todo detalle. Era una exhibicionista biográfica. Nos contó que sus padres le pusieron una sirvienta de lo más singular, llamada La Pacón por su aspecto viril, tal que hasta tenía bigote. Era hija de los caseros de una finca perteneciente a los marqueses de Villaverde. Desde pequeña se vestía de niño y recorría el pueblo por los tejados, saltando de una casa a otra. La Pacón se llegó a convertir en su empresario, siempre vestida de hombre, y por su gestión, actuaba en casinillos zarrapastrosos de los pueblos de alrededor.
Se dio la circunstancia de que la Pacón la dejase sola en un poblachón de Segovia. Y una noche, un espectador feroz subió al escenario y le mordió en un hombro. Otros espectadores piadosos pusieron a buen recaudo a la infeliz cupletista y encerraron al feroz, mientras iban a poner una denuncia al cuartelillo de la Guardia Civil. El feroz gritaba que se iba a quitar la vida por ella, la mujer de sus sueños y supremo ideal. Si no le soltaban, amenazaba con hacerlo clavándose en el corazón un largo alfiler de sombrero. Y, en pleno cisco, se apareció La Pacón, que armó un escándalo mayor y dijo a punta de navaja, que se iban de la venta sin pagar por las ofensas recibidas allí. No se las pudo detener y fueron denunciadas y perseguidas. El escándalo se publicó en muchos periódicos y contribuyó a resucitar el recuerdo de la famosa Graciela. La fiel Pacón la protegió hasta su propia muerte. También Encarnita enviudó, y terminó viéndose protegida por la marquesa doña Blanca de Aragón, madre de la reina Fabiola. Así de pintoresca se me fue revelando aquella lejana España de mi niñez.
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