Historia
El Viaducto de Madrid, objeto de deseo mortal para los suicidas
Un desnivel mortal, entre el Palacio Real y San Francisco el Grande, que cuenta con pantallas transparentes... y muy altas
Vivir o morir con vistas a la Casa de Campo o al Palacio Real. Un lugar con 23 metros de altura que lo convirtió, desde un principio, en el lugar idóneo para poner fin a una vida desgraciada -o lo que cada cual consideraba una existencia prescindible-. Era letal y único en un Madrid de casas bajas.
La historia le viene de antiguo, relacionado con un accidente geográfico insalvable. Y una cosa llevó a otra. Así, en tiempos de Felipe II, el viejo Alcázar de Madrid se encontraba emplazado en una zona elevada sobre una colina, por otro lado, como todo buen alcázar que se precie. A un lado tenía el río Manzanares, y por otra el tremendo valle que suponía el descenso por la calle Segovia. Un desnivel que aún hoy en día es apreciable, si subimos o bajamos las calles de la zona.
La calle que ahora se llama Bailén finalizaba bruscamente en las cercanías de las Vistillas, quedando a la forma física de los lugareños y visitantes tener que realizar el complicado descenso y ascenso para acceder a la zona del Alcázar. Un lugar por otra parte principal, pues en las cercanías del Rey se encontraba refugio y consejo, además de favores y atenciones. El acceso a la calle Segovia, por entonces, se realizaba por una intrincada cuesta a través de las diversas costanillas.
Por todo ello, ante tantas dificultades y recorridos penosos, a mediados del siglo XVIII, se comenzó a pensar en soluciones urbanísticas para salvar este enorme desnivel. La falta de financiación, como casi siempre, desdibujó cualquier intento. Algo que se repitió también con José Bonaparte en el Gobierno de España. Su empeño en abrir la ciudad, tirar iglesias y callejas para abrir plazas también alcanzó a este espacio. Aunque, una vez más, la falta de financiación truncó toda intervención.
A finales del siglo XIX se retomó con fuerza aquella idea, al tiempo que se acometía una reforma general de la calle de Bailén, consistente en la creación de una gran avenida que uniese los conjuntos monumentales del Palacio Real y de la Basílica de San Francisco el Grande. El urbanismo moderno se abría paso.
El puente fue inaugurado el 13 de octubre de 1874, y tras una vida útil de menos de cincuenta años, ya se comenzó a pensar en levantar otro viaducto debido a su mal estado de conservación. El primitivo viaducto de hierro y madera fue derribado finalmente en 1932, después de haberse realizado en él varias obras de rehabilitación con poco éxito.
Todo ello llevó a que en 1931, con la Segunda República recién estrenada, se convocase un concurso para diseñar el viaducto actual. El concurso fue anulado por el Colegio de Arquitectos y vuelto a convocar al año siguiente. El proyecto ganador, por fin, de estilo racionalista, fue del arquitecto Francisco Javier Ferrero. Un proyecto que se caracterizó, como otros edificios que se levantaron en aquel momento, por el empleo de hormigón armado pulido, calado en unos machones de granito. El viaducto sufrió numerosos desperfectos durante la Guerra Civil, como tantas otras infraestructuras en la capital y en toda España. Hasta el punto de que en 1942 hubo de ser reconstruido ante el estado de deterioro que mostraba por los daños sufridos.
Posteriormente fue restaurado entre 1977 y 1978, tras plantearse la posibilidad de derruirlo y sustituirlo por uno más moderno. Se apostó por mantenerlo, aunque con una fuerte remodelación.
En octubre de 1998, el Ayuntamiento de Madrid instaló diferentes pantallas transparentes de seguridad junto a las barandillas del viaducto, con el fin de evitar los suicidios que venían sucediéndose desde el siglo XIX. No era un asunto baladí, pues en la década de los noventa se producían a un ritmo de cuatro suicidios al mes en el viaducto. Hoy en día, ya sea por las pantallas, por un mayor control o por la elección de otros medios suicidas, el viaducto ha perdido parte de su atractivo (para algunos).
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