En profundidad
Doña Emilia se solía sentir muy a gusto en Madrid, menos los meses de verano. Nacida en tierras bañadas por el Atlántico y acostumbrada durante la infancia a la suavidad de las temperaturas del norte y a respirar humedad en el ambiente, llegada la temporada estival, la gallega más castiza no podía sino esperar sin salir de casa y junto a su máquina de escribir a que pasaran las horas de sol en el «brasero de la villa y corte», como ella misma se refería a la capital. Qué diría hoy en día, queel calor activa alertas rojas semana tras semana y que, para más desdicha, los madrileños y madrileñasya no cuentan con el consuelo de un aguaducho de bebidas frías a la vuelta de cualquier esquina. Pero cuánto le aliviaría ver que las chulas siguen siéndolo con el mismo poderío, el que en este siglo tienen también sus paisanas de La Coruña, muy lejos ya de ser las mujeres dóciles de su recuerdo. Si Emilia Pardo Bazán asomara la cabeza una vez más por Madrid, seguro, maldeciría el calor asfixiante, pero, muy por encima de eso, se sentiría reconfortada ante la imagen de una ciudad tan feminista como la soñada en sus ríos de tinta violeta. Sobre todo, tendría mucho que decir y escribir.
Cuando han pasado cien años de su muerte, la capital la homenajea con el cariño que solo se le puede tener a la que fue la primera cronista de Madrid a pesar de sus raíces gallegas, la primera mujer que dominó el arte de narrar el día a día de su ciudad, aunque adoptiva. Y no solo, ya que también fue en esta ciudad donde Emilia Pardo Bazán desarrolló buena parte de su prolífica carrera como novelista, ensayista y poeta. Porque, como ella misma dejó por escrito en 1906, «por ley natura, la poca o mucha vida literaria española hay que buscarla en Madrid…», porque «Madrid consagra las reputaciones nacientes, envalentona con su aplauso a los grandes hombres de provincia que llegan aquí desconfiados o tímidos». Incluso como activista por los derechos de las mujeres, la condesa escogió la capital como escenario principal para su lucha. Así pues, no se puede hablar de doña Emilia sin hablar de su intensa y apasionada relación con Madrid.
1855: primer encuentro
Faltaban unos meses para que cumpliera cuatro años cuando su padre, don José Pardo Bazán y Mosquera, fue elegido diputado a las Cortes Constituyentes por La Coruña, tomando posesión de su escaño el 23 de junio de 1855. Quizás no ese día, pero no mucho después, una pequeña Emilia debió de pisar por primera vez Madrid. Precoz como era, la única hija del noble gallego y de Amalia María de la Rúa Figueroa y Somoza empezó entonces a almacenar imágenes mentales de la ciudad que plasmaría después en sus «Apuntes autobiográficos», obra publicada en 1886 en la que la autora rescata de lo más profundo de su memoria algunos momentos de su infancia en la capital. Largos paseos por el Retiro, un caballo de cartón comprado en los puestos de juguetes de la plaza Mayor o el eclipse de sol del 2 de enero de 1862 a través de los vidrios ahumados del colegio francés en el que descubrió a Émile Zola, padre y mayor representante del naturalismo, corriente literaria de la que ella sería precursora en España.
1868: el gran paso
Emilia solía insistir en la sucesión de tres acontecimientos importantes en su vida en el año de su decimoséptimo cumpleaños. Para empezar, se vistió de largo, es decir, que fue presentada oficialmente en sociedad, un baile inaugural que en el siglo XIX significaba para las clases altas la entrada de las jóvenes en edad adulta, el paso de niña a casamentera. Y efectivamente, al poco, contrajo matrimonio en el Pazo de Meirás con José Quiroga y Pérez Deza, también de familia hidalga. El último hito señalado por la escritora tuvo lugar en septiembre, tres días después de celebrar sus 17: la Revolución de 1868. Y es que, con el destronamiento de Isabel II y el inicio del Sexenio Democrático,el padre de Emilia Pardo Bazán volvió a ser elegido diputado, motivando la mudanza de los recién casados a la capital.
1882: la conquista
Tras muchos viajes por Europa y siendo ya madre de tres hijos, a medida que doña Emilia se perfilaba como esposa desencantada, las ansias de independencia de esta mujer de aspiraciones feministas crecían gracias al entorno cultural favorable del Madrid de los cafés de debate y los estrenos teatrales. En 1882, la escritora participó en un congreso pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza celebrado en la capital, en el que reclamó el derecho de las mujeres al acceso a todos los niveles educativos y a cualquier profesión. Al año siguiente, Emilia Pardo Bazán se separó de su marido, punto de inflexión en su trayectoria profesional, pues sin cargas maritales, la escritora explorará sin límites sus inquietudes intelectuales, de hecho, en 1883 publica «La Tribuna», considerada la primera novela naturalista española. También intensifica con este cambio de rumbo su actividad periodística, lo que la afianza como vecina madrileña, orgullosa como la que más de un paisaje de luz que ya es patrimonio de la humanidad.
1921: último adiós
Emilia Pardo Bazán se convirtió en todo un personaje púbico, un ídolo de masas caminando por las calles de la capital y, sin embargo, no mereció el reconocimiento de la Real Academia de la Lengua Española, para la que postuló en 1892 sin suerte. Ninguna norma ha prohibido nunca que una mujer ocupe tal asiento, pero lo cierto es que no hubo otra razón de peso para rechazarla, como tampoco para que, pese al intenso debate abierto por la condesa, la primera en entrar en la institución lo hiciera 86 años más tarde. Sí logró, no obstante, ser la primera socia del Ateneo en 1905, la primera en presidir su sección de Literatura en 1906 y la primera mujer con cátedra en la Universidad Central en 1916. Cinco años después, moriría en esta ciudad que tanto le dio y a la que tanto dio ella.
Tuvo varias residencias en Madrid, pero su estancia nunca fue definitiva, pues siempre le quedaba Marineda, como llamaba a La Coruña en sus libros. Aun así, aquí, pudo ser testigo de cómo la villa sobrepasaba los 300.000 habitantes al tiempo que se sumergía en una gran transformación desde aquel primer cruce de miradas a mediados del conocido como siglo de la industrialización: han llegado el ferrocarril y el tranvía, nacido el Teatro Real y el Canal de Isabel II, no dejan de brotar nuevas barriadas fuera del casco histórico y el ensanche del corazón de la ciudad empieza a ser una realidad. Y de todo dejó constancia en sus crónicas, reconocibles por su firma noble y feminista, gallega y castiza.