África
Una paz en Etiopía con fecha de caducidad
Los amhara siguen presentes en Tigray a pesar de que el tratado de Pretoria pide su salida: «El Gobierno central no tiene derecho a pedirnos que abandonemos nuestra tierra»
“A ti no te pasará nada, pero a mí me matarán si te llevo a Mekele”. Esta frase dicha por Mule, un conductor de todoterrenos para turistas que pertenece a la etnia amhara de Etiopía, funciona como un vaticinio. Lo dice porque está seguro de que los tigranios, apostados como bandidos a lo largo de la carretera que lleva a la capital de Tigray, le matarán sin pestañear por tratarse Mule de un amhara. Al etíope no le cabe ninguna duda, negándose de esta manera a llevar a ningún europeo a la capital tigrania. Se niegan él y todos los conductores de etnia amhara o afar que tengan su coche a 200 kilómetros a la redonda: esta es una primera consecuencia de la guerra de Tigray (2020-2022).
Pero la guerra en Tigray comenzó en realidad hace 150 años. Puede que más. Desde que el señor de Tigray, Kasa Mercha, se lanzó a guerrear con la ayuda de la corona británica contra el emperador de Etiopía, Tewodros II. Kasa Mercha venció aquella contienda, empujando al humillado Tewodros al suicidio, y luego se hizo coronar como emperador de Etiopía bajo el nombre de Yohannes IV. Tigray era entonces lo que llevaba siendo desde hacía catorce siglos, lo que es ahora. Una vieja gloria sustentada por unas minas de oro agotadas, encajonada en un laberíntico sistema montañoso donde apenas si pueden sembrarse unos puñados de teff para elaborar el pan con que alimentar malamente al pueblo. Una vieja gloria, hoy pobre y famélica, obligada a mantenerse en el mapa del poder por medio de la guerra y de las estratagemas políticas que tanto gustan en Etiopía.
Miedo por ambos lados
Tigray se ha zambullido en la política etíope desde las trifulcas del siglo XIX, puede que incluso antes, hasta la toma del poder del tigranio Meles Zenawi, que gobernó el país entre 1995 y 2012 tras derrocar a los comunistas que controlaban Etiopía desde 1987. Y sin embargo, Tigray, aunque inscrita dentro de Etiopía y considerada una protagonista fundamental de su Historia reciente, no llega a ser etíope del todo. En cada esquina de esta enorme nación existe una distancia palpable entre la etnia amhara (descendiente del rey suicida, Tewodros) y la etnia afar (máxima aliada del régimen comunista en el siglo pasado) con respecto a los tigranios. Teniendo en cuenta que los amhara y los afar son dos de las tres etnias mayoritarias del país, y que sus regiones lindan con Tigray, uno puede hacerse una idea del constante sentimiento de amenaza que sufren los tigranios en sus hogares.
Un miedo que encuentra su contraposición en el que atenaza a gente como Mule, temerosos los amhara y los afar de que el rencor construido a lo largo de, no ya los últimos dos años, sino los dos últimos siglos, termine despertando en los tigranios a una bestia enajenada capaz de matar incluso después de firmarse la paz. Puede que la guerra haya terminado por aquí, pero eso no significa para los etíopes que Tigray sea ahora un territorio en paz. La paz verdadera tarda meses, años, puede que incluso décadas en trasladarse del papel al suelo que debe ocupar.
Welkait
La paz hace en el suelo como el agua de lluvia: debe filtrarse lentamente. Si cae un chaparrón furioso, la tierra vomita el agua y genera letales riadas que arrasan con todo. Y la metáfora se transforma en realidad cuando pisamos las dos regiones que yacen en disputa entre los tigranios y los amhara. Un breve repaso a lo sucedido hasta ahora nos muestra que, cuando el FLPT (Frente de Liberación Popular de Tigray) ostentó el poder en Etiopía bajo la dirección de Meles Zenawi, el líder tigranio configuró un Estado federalista que se dividiera en regiones, ideado según la mayoría étnica de cada una. Zenawi cometió entonces un error fatal: a sabiendas de que su propio territorio se quedaría en una raquítica región montañosa sin nada que ofrecer, amplió la zona tigrania hacia Alamata (por el sur) y hacia Welkait (por el oeste), arrebatando extensos llanos fértiles a los amhara.
Ambas zonas se encuentran ahora ocupadas por tropas amhara que se niegan a abandonar, pese a que la paz exige su retirada. Según aseguraba uno de los soldados amhara entrevistados en los puestos de control que vigilan de las carreteras de Tigray, “el tratado de paz de Pretoria se firmó sin la representación de nuestros líderes y sin tener en cuenta nuestras exigencias”. No lo dijo de forma explícita, aunque dejaba entender que el tratado es para ellos papel mojado: “Welkait nos pertenece porque perteneció antes a nuestros antepasados, es así de sencillo, y el Gobierno central no tiene el derecho a pedirnos que abandonemos nuestra propia tierra”.
Del otro lado, un ex combatiente tigranio que había estado integrado en la guerrilla de Welkait y que ahora hacía compañía a su hijo herido de metralla en el Hospital de Korem, contestó con un rotundo “sí” a la pregunta de si volvería a luchar por aquella tierra alejada de la mano de Dios. Bajo su poblada barba de combatiente se adivinaba una mueca de crispación casi fanática. El mismo fanatismo que vestía el tono vociferante del soldado amhara.
El plano político de Tigray fue el desencadenante principal de la guerra. Dos años después y 600.000 muertos más tarde, los tigranios no sólo no han logrado su objetivo, sino que se encuentran más lejos que nunca de recuperar el control del poder. La humillación, unida a la pérdida de padres y hermanos a manos de un enemigo vencedor, nunca es una buena receta para obtener una paz duradera.
Ninguno de los paisanos entrevistados, ya fueran afar o amara, o incluso tigranios, dudaban que esta paz no deja de ser un respiro, una oportunidad para que los niños tigranios crezcan y que sus líderes cojan fuerza antes de volver a atacar. Un soldado del Ejército federal destinado en Tigray (cuyo nombre permanecerá en el anonimato por su propia seguridad) aseguró también que las armas entregadas hasta la fecha por los tigranios están “estropeadas” o en “muy mal estado”, mientras considera que el resto se encuentran escondidas para futuros conflictos. No se fía. Mira a los tigranios que pasan de largo sin odio, sólo con cautela, pero asegura que “la cautela no me la van a quitar los tratados de paz que firman nuestros líderes”. Que “ellos están muy lejos de aquí, a salvo en sus palacios. Nosotros somos los que tenemos que implantar la paz de forma efectiva, y la paz sólo se consigue con cautela y mano dura, si es necesario”.
Los Estados Unidos, enemigo público
Las últimas estadísticas muestran que el 85% de los etíopes desconfían de los medios de comunicación occidentales, en especial de los estadounidenses. Y cuando los militares destinados en Tigray ven a un occidental que se pasea por la región, enarcan una ceja, aprietan el fusil de asalto y no se relajan hasta cerciorarse de que no es americano. A pocos africanos les caen bien los estadounidenses, cansados como están de los tejemanejes que ha cosido la CIA en su continente a lo largo de las décadas. Pero pocos países africanos expresan tanto recelo como los etíopes. Culpan a los yanquis del terrorismo en Somalia, de la creación de Sudán del Sur y de Eritrea.
Una conversación entre etíopes de etnia amhara, relajada durante el atardecer, saca a la luz una de las teorías de conspiración más distendidas en Etiopía: “todos sabemos cómo entraron las armas que utilizaron los rebeldes de Tigray. Fueron los americanos. Las introdujeron con los camiones de ayuda humanitaria y, cuando Abiy Ahmed prohibió el tránsito de estos camiones al interior de Tigray, lo hicieron con un avión que aterrizaba semanalmente en Mekele. Claro que sí. ¿Cómo si no iban a meter las armas en una región aislada por todos los frentes?”
Sin luz ni internet, la humillación prosigue
Una de las condiciones de la paz pactada por el FLPT era la reanudación del servicio de telefonía móvil, la conexión de la red eléctrica y el correcto funcionamiento de los cajeros automáticos. Pero todavía no hay wifi, los sistemas de telefonía móvil apenas si funcionan, los cajeros de los bancos están apagados en su mayoría y que la luz se va más de lo que viene. Y los hospitales, si todavía pueden llamarse así, no son más que vertederos abandonados a los apagones. Tigray sigue inmersa en una oscuridad tecnológica, ocupada por fuerzas militares que alimentan siglos de animadversión y con la movilidad de los civiles todavía muy restringida por zonas. Tigray está de rodillas y humillada. Si Kasa Mercha viviese hoy, no cabe duda de que se habría pegado un tiro hace dos semanas.
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