Londres
Los amigos ingleses de Franco
Los servicios secretos británicos y el triunfo del franquismo
Sobornos, conspiraciones y dilemas morales confluyeron en el MI6 británico para ayudar a organizar el golpe que llevó al general al poder.
La proclamación de la República en España en abril de 1931 fue recibida en el Foreign Office con inquietud. Desde el principio circuló en los medios oficiales británicos la tesis de la «fase transitoria de tipo Kerenski»; es decir, un gabinete de izquierdas incapaz de controlar a las mismas masas que lo habían aupado, mientras se formaba un poder alternativo para tomar el mando. A los británicos les pareció que el gobierno republicano-socialista de Azaña, entre 1931 y 1933, conjuraba momentáneamente esa etapa «transitoria» por la fuerza con la que reprimieron los levantamientos anarquistas y la intentona del general Sanjurjo. Y lo mismo ocurrió cuando el gobierno radical-cedista tuvo que enfrentarse a la revolución de 1934.
Gran Bretaña mejoró entonces sus relaciones económicas con España, y eso a pesar del disgusto que causó el apoyo español a Mussolini en la crisis de Abisinia, la reivindicación de Gibraltar por los monárquicos, la anglofobia de Falange y la ampliación del pacto electoral de republicanos y socialistas con el PCE. La participación de los comunistas en Frentes Populares fue vista en Londres como una táctica de «caballo de Troya» para destruir la democracia. En diciembre de ese año, Gil Robles, líder de la CEDA, advirtió al embajador británico de que la victoria electoral de la izquierda supondría una revolución social nunca vista hasta entonces, pero al tiempo la derecha se deslizaba hacia el golpe militar.
La victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 fue una sorpresa para el Foreing Office. Los anarquistas volvieron a la insurrección, regresó el anticlericalismo violento y el socialismo pareció decantarse por Largo Caballero, el «Lenin español»; mientras, la patronal obstaculizaba las reformas gubernamentales y la derecha se desentendía de la democracia. Henry Chilton, embajador británico en Madrid, informaba de que existía la pretensión de «instalar un régimen soviético en España» y que para prevenirlo se estaba preparando un golpe militar. La percepción de que España estaba al borde de una crisis revolucionaria marcó la política exterior británica. No podían mantener tantos frentes abiertos: la injerencia soviética, la amenaza mediterránea de Italia, la Alemania nazi y el expansionismo japonés en Asia. Gran Bretaña se decidió entonces por el «apaciguamiento» y por evitar todo conflicto. De esta manera, cuando se inició el golpe, el 17 de julio de 1936, el Foreign Office lo interpretó como un movimiento contrarrevolucionario contra la bolchevización, que iba a originar una guerra con peligro de extenderse por Europa y que, por tanto, debía ser aislada. El Gobierno británico presionó a Francia y consiguió la firma de un Acuerdo de No beligerancia, que incluía a Alemania e Italia, que se saltaron dicho tratado.
La política exterior británica frente a la crisis de la Segunda República y la Guerra Civil ha sido bien estudiada por Enrique Moradiellos en «La perfidia de Albión» (1994), que puede considerarse el mejor estudio global sobre la actitud británica durante esos años, culminado con «Franco frente a Churchill» (2005). Ismael Saz desmenuzó el apoyo italiano a los golpistas en «Mussolini contra la II República» (1986) y Ángel Viñas el de Hitler en «La Alemania nazi y el 18 de julio» (1977). La idea general es que la inacción francesa y británica fue una «traición» a la República, como ha contado Juan Avilés Farré en «Pasión y farsa» (1994), en la que primó la necesidad de mantener un supuesto equilibrio en Europa, la geoestrategia y los intereses económicos. El estudio de Peter Day titulado «Los amigos de Franco. Los servicios secretos británicos y el triunfo del franquismo» ratifica dicha tesis. Cuenta la importancia que tuvieron los informes y la actividad del MI6, servicio secreto británico, para las decisiones de sus gobiernos ante el conflicto español. Eran los «amigos» de Franco, que era como se llamaba a los que servían de una manera u otra al Foreing Office, pero que no eran reconocidos como tales. Todos ellos, entre los que había españoles, formaron un entramado de intereses económicos, ideológicos y geoestratégicos cuya actividad consolidó la dictadura franquista.
Al estallar la guerra, la obsesión británica fue que España se mantuviera neutral. No se fiaban de una restauración monárquica con Alfonso XIII y el príncipe Juan por considerarlos cercanos a Mussolini. La vuelta de la República no era posible porque supondría la inclusión de los derrotados en 1939, lo que echaría a Franco en brazos de Hitler. La única posibilidad era apoyar a un gobierno franquista que permaneciera al margen de la guerra, como indica Peter Day. La estrategia de Churchill fue satisfacer la necesidad material española a través de acuerdos comerciales y, por si acaso, tener preparada la «operación Puma» de conquista de las islas Canarias, o el alzamiento pro aliado del coronel Beigbeder. A pesar de todo, Franco insistió en su identificación con el Eje, por lo que Churchill ordenó a Hoare, embajador en Madrid, que con la ayuda de Hillgarth, agente del MI6, y Juan March, sobornara a una treintena de altos mandos del régimen, asunto perfectamente relatado por Peter Day. Los «tocados» fueron Nicolás Franco y los generales Varela, Aranda y Kindelán, entre otros. Se pagaron unos 20 millones de dólares hasta finales de 1942, cuando fue destituido el pro nazi Serrano Suñer. La neutralidad estaba asegurada, y con ella la continuidad de la dictadura.
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