José Manuel García-Margallo
Civilización contra barbarie
Los tiempos que vivimos son tiempos de incertidumbre. El triunfo de Donald Trump parece preludiar una puesta en cuestión del orden heredado de la II Guerra Mundial. La salida de Reino Unido parece anunciar también una refundación de la Unión Europea
En las últimas décadas tratamos de navegar en medio del proceso de internacionalización más acelerado, más global y más profundo que nunca ha experimentado la Humanidad.
«El mar no tiene ni sentido ni piedad», decía Anton Chejov. Lo mismo podría decirse del tiempo presente. En las últimas décadas tratamos de navegar en medio del proceso de internacionalización más acelerado, más global y más profundo que nunca ha experimentado la Humanidad. Si los procesos anteriores afectaron casi exclusivamente a los países occidentales, hoy afectan a todos los países, incluidos los islámicos. Si antes eran procesos casi exclusivamente económicos, hoy la globalización permea todos los órdenes de la vida e influye decisivamente en la concepción de los derechos y libertades básicos, en el papel relativo de la responsabilidad individual y colectiva, así como en el protagonismo de la sociedad civil. Los cambios actuales son los más rápidos que la Humanidad ha presenciado nunca. Sólo un dato: en los tiempos de la revolución industrial, Reino Unido o EE UU necesitaban casi cincuenta años para doblar su renta per cápita; hoy, China o India lo hacen cada nueve o diez años.
Los tiempos que vivimos son, además, tiempos de incertidumbre. El triunfo de Donald Trump parece preludiar una puesta en cuestión del orden mundial heredado de la II Guerra Mundial. La salida de Reino Unido parece anunciar también una refundación de la UE. Los países islámicos no han sido ajenos a las convulsiones que estamos viviendo. La Primavera Árabe que se inició en Túnez en 2010 se extendió como una mancha de aceite por todo el norte de África, el África subsahariana y buena parte de los países islámicos de Asia. Para acabar de complicar este escenario la revolución tecnológica que estamos viviendo ha propiciado la aparición de actores no estatales que son capaces de influir en la realidad internacional a través de las redes sociales. Nuevos movimientos sociales y nuevas formas de comunicación aparecen con fuerza y alteran los equilibrios establecidos con una gran rapidez. Al Qaeda y el Daesh son hijos de esta explosión de las comunicaciones.
Los gurús no se ponen de acuerdo sobre los motivos que explican la aparición y protagonismos de estos grupos. La teoría más sugerente es la que sostiene que el radicalismo islámico no es sino una reacción contra la expansión de los patrones culturales occidentales que se han ido extendiendo por todo el mundo aprovechando los vientos de la globalización. El fenómeno no es nuevo. Ya en 1983 Amin Maalouf incluyó en su libro «Las cruzadas vistas por los árabes» un párrafo que me parece especialmente luminoso: «Más allá del hecho individual, está claro que el Oriente árabe sigue viendo en Occidente al enemigo natural. Cualquier acto hostil contra él, sea político, militar o relacionado con el petróleo, no es más que una legítima revancha; y no cabe duda de que la quiebra entre estos dos mundos viene de la época de las Cruzadas, que aún hoy los árabes consideran una violación».
Los acontecimientos posteriores –la implosión del imperio otomano y su sustitución por estados claramente artificiales, la partición de Palestina, el apoyo occidental a los dictadores autóctonos– complicaron aún más un escenario extraordinariamente convulso. La exacerbación de las disputas entre chiíes y suníes, y dentro de estos, entre moderados y extremistas han añadido aún más leña al fuego. Divisiones políticas, étnicas y religiosas que han sido hábilmente explotadas por las potencias regionales que aspiran a liderar esa parte del mundo y también por las grandes potencias que no quieren renunciar a su cuota de influencia en el área.
Y, así las cosas, caben dos soluciones: la primera pasa por considerar incompatibles el islam y los valores occidentales, que es lo que pretenden los populismos xenófobos y los extremistas islámicos; la segunda pasa por armonizar ambas realidades buscando una coordinación de la cual ambas realidades resulten beneficiadas. Lo que excluimos de partida es la prolongación indefinida de una situación como la presente, de resquemor y desencuentro, donde voceros y demagogos de todo jaez se encuentran cada vez más cómodos, mientras que una mayoría de ciudadanos la contempla en silencio, con una preocupación infinita.
Los atentados últimos demuestran que el terrorismo islámico ha cambiado de piel: hasta hace tan sólo unos años era un terrorismo fundamentalmente interno dirigido contra los regímenes musulmanes heterodoxos, los judíos y, en último lugar, contra los occidentales. Con el atentado de las Torres Gemelas las cosas cambian: los judíos y los cruzados pasan a ser el objetivo principal, aunque sigan sucediéndose los ataques a los gobiernos musulmanes que no compartan su visión del islam. Y así las cosas es de prever que a medida que los fieles al Califato vayan perdiendo terreno en los frentes de batalla (Alepo, Mosul...) se irán desplazando a zonas geográficas menos controladas (Libia, África subsahariana) y multiplicando sus acciones terroristas en los países occidentales para mantener su cuota de pantalla, su capacidad de atracción y su protagonismo internacional. Como hemos visto en los últimos atentados, los terroristas pueden actuar de forma muy organizada, como lo hicieron en París, o a través de los llamados «lobos solitarios» con acciones casi artesanales. Lo único que les importa es la llamada socialización del dolor, expresión que los españoles de alguna edad recordamos muy bien, y la explotación mediática de sus actos. La competencia sangrienta entre Al Qaeda y el Daesh no es sino un componente más en este escenario de horror. Quiero terminar subrayando que el desafío terrorista no puede ser resuelto por ningún Estado por importante que sea su dimensión. La lucha contra el terrorismo exige actuar en distintos frentes: acabar con los territorios exentos a los que acuden a formarse los que luego atentan en nuestros países, cegar sus fuentes de financiación, elaborar y difundir una narrativa del islam contraria a lo que los extremistas propagan, controlar los mensajes que desde algunas mezquitas se predican y, finalmente, integrar aquellos jóvenes que combaten sus frustraciones alistándose en las filas terroristas. Y todo ello exige que todos rememos en la misma dirección, especialmente los regímenes musulmanes moderados que aspiran a la modernización de sus países y a la normalización de las relaciones internacionales.
No se trata del islam contra occidente. Se trata de la civilización contra la barbarie.
@MargalloJM
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