Editorial
Sánchez no tiene un amigo en Washington
Hablamos de un gobierno que no se ha contenido lo más mínimo a la hora de ejercer la crítica, cuando no el denuesto personal, del inquilino de la Casa Blanca durante su travesía del desierto.
Si dejamos a un lado las interpretaciones, más o menos bondadosas, sobre el significado de las referencias de Donald Trump sobre España y los BRICS, es decir, aquellos países que el mandatario norteamericano considera inamistosos o desleales competidores con Estados Unidos, lo cierto es que sería muy arriesgado afirmar que el Gobierno que preside Pedro Sánchez, con su cuota de incontinentes ministros comunistas, tiene un amigo en la nueva Casa Blanca.
Por supuesto, algunas expresiones en tono amenazante de Trump sobre la imposición de aranceles a las exportaciones españolas y los comentarios ácidos en torno a las inversiones en materia de defensa no son de recibo entre países de larga alianza, que comparten responsabilidades en la OTAN y con estrechos lazos económicos, pero forman parte del discurso general populista del presidente Trump, que alimenta el victimismo del norteamericano medio como sujeto de la perfidia de los europeos, siempre dispuestos a abusar de la buena fe del gigante estadounidense, a solo un paso por detrás de los malvados chinos.
Sin embargo, hay una diferencia de fondo que nuestros representantes diplomáticos no deberían desdeñar, por cuanto en el discurso trumpiano subyace la idea de España, mejor dicho, de su gobierno de izquierdas, como país inamistoso en la línea de Brasil, Rusia, India, China o Suráfrica (los «BRICS») a quienes se debe meter en cintura. No sería la primera vez, ya lo hizo como candidato a la Casa Blanca con el Brexit, que Trump busca llevar a sus contradicciones a la Unión Europea, a cuyos socios divide en «amigos», como Italia, o «enemigos», como Alemania, dependiendo del color político de los ejecutivos de turno.
Si además, como es el caso español, hablamos de un gobierno que no se ha contenido lo más mínimo a la hora de ejercer la crítica, cuando no el denuesto personal, del inquilino de la Casa Blanca durante su travesía del desierto entre mandatos, cabe esperar poca simpatía de quien va a dirigir con escasas cortapisas los destinos de la primera potencia del mundo.
De ahí, que no se entienda la pasividad de la diplomacia española durante estos meses de interregno entre la victoria en las urnas y la toma de posesión de Donald Trump, tiempo en el que la única representación española próxima a Washington ha sido la del líder de Vox, Santiago Abascal. Incluso hemos asistido a varias salidas de tono de los socios comunistas del Gobierno, nada proclives a reconocer la indiscutible victoria en las urnas del candidato republicano. Por otra parte, se ha convertido en un lugar común explicar que hay un Trump poseído de una incontrolable facundia y un Trump que nunca lleva hasta el final sus amenazas. Pero, a tenor de la naturaleza de sus primeros decretos, esperemos que en La Moncloa se preparen para la realidad.
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